El sábado un grupo de jóvenes comunistas se apostó en el Zócalo capitalino, bajo la bandera de un “Frente Antifascista”. También había anarquistas. Lo hicieron para evitar que otro grupo de jóvenes, identificados como nazis, llegaran a agredir la Marcha del Orgullo 2017, expresión festiva de las personas LGBTTTIQA que se han ganado ese espacio y esa fecha en la Ciudad de México.
Días antes, ese grupo presuntamente nazi, había convocado a perpetrar una agresión a la marcha del orgullo. Al observar cada contingente, es decir, el de los fascistas y el de los antifascistas, uno pensaría que se trata de un episodio histórico del Siglo XX.
El enfrentamiento, efectivamente ocurrió. Hubo algunos heridos y la intervención policiaca evitó que las cosas pasaran a más, acción que pudo ser digna de crédito, excepto porque los detenidos fueron los comunistas y ninguno del bando agresor.
Araceli Lorenzo, Emiliano Guijón, José Francisco Jimenez, Fernando Quezada, Luis Ramírez, Rodrigo Salazar y Cristian Iván Rangel, fueron los siete comunistas (no anarquistas, como publicaron algunos medios) detenidos.
El lunes, el autobús naranja que recorre el país con un discurso homofóbico, fue vandalizado. El autobús, cuya tracción es la ultraderechista Organización Nacional El Yunque (Ya Álvaro Delgado, quien desnudó a El Yunque, ha hecho notar que ese nuevo activismo se enfila hacia 2018, por lo que no es cosa de fe sino electoral), es un grupo ultraconservador que ha radicalizado las acciones iniciadas en septiembre de 2014, a partir de que el cardenal Francisco Robles Ortega, lanzó una arenga incendiaria contra la Ley General de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes que, el presidente Enrique Peña Nieto envió al congreso como iniciativa preferente.
Dos meses después, la Ley General –que fue mejorada en mucho por organizaciones ciudadanas y organismos internacionales—se promulgó. Para entonces, la senadora Diva Gastelum y su familia habían recibido amenazas. En Jalisco, Puebla y Sinaloa, se repitieron las amenazas contra legisladoras (y sus hijos) que intentaban la homologación enfrentando el cabildeo del clero y una inusitada presión de anónimos en sus oficinas, domicilios particulares, teléfonos, correos electrónicos y redes sociales.
Los argumentos de la Iglesia eran contra lo que la Ley General mandata: educación en la diversidad, libre desarrollo de la personalidad, derecho a vivir sin violencia, por ejemplo. La Iglesia difundió en colegios católicos y comunidades de laicos, que la ley implicaba enseñar a los niños que podían ser homosexuales y dejar que lo fueran así como tolerar “malas conductas” sin corregirlos, es decir, no poder golpearlos. En Sinaloa, se usó en junio de 2015 la consigna “Es mi hijo, yo lo educo” y “Con mis hijos no se metan”, que ahora reivindica, junto con “Dejen a los niños en paz”, el autobús contraintuitivamente llamado “de la libertad”.
La andanada reaccionaria creció por un error de cálculo peñanietista cuando hace un año lanzó una iniciativa para, según dijo, generalizar en el país el matrimonio entre personas de un mismo sexo y otras acciones para erradicar la discriminación a personas LGBTTTIQA.
En un contexto de reproches internacionales por el estado de los derechos humanos, se trató de un pinkwashing, es decir, una estrategia que consiste en lanzar iniciativas igualitarias con el fin de lavarse el desprestigio, bajo una mascarada gayfriendly. Al día siguiente de la iniciativa peñista, lo observó el activista Franka Polari: el derecho al matrimonio era jurisprudencia y por lo tanto era un derecho ganado así fuera por la vía judicial.
Luego, el acto presidencial y la iniciativa eran innecesarios. Desde el primer momento, Franka Polari fue de los pocos que advirtieron –pues la mayoría de los colectivos celebraban la recepción en Los Pinos, como en su oportunidad ocurriría también con los activistas anticorrupción que ahora acusan espionaje— que era una trastada, que llevaría a las personas LGBTTTIQA a padecer persecuciones y renovaría el activismo ultraconservador, por entonces adormecido, para detonar nuevas batallas de odio. Desafortunadamente, no se equivocó.
Así, la Ley General para la infancia, que en principio fue un acto relevante del peñanietismo, por la frivolidad presidencial, terminó iniciando la nueva guerra de odio, en la que el derecho se estancó y la intolerancia crece.
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