Arturo Rodríguez García
Es probable que millones de mexicanos desconozcan que en apenas 48 horas, comprendidas entre los días 14 y 15 de diciembre pasados, culminó un proceso de perfeccionamiento autoritario que, por primera vez en la historia reciente del país, trascendió la simulación democrática.
Autoritarismo, resumiendo al politólogo italiano Mario Stoppino, es la situación en que las decisiones se toman desde lo alto, sin la participación o el consentimiento de los subordinados, manifiesta en el alegato que reclama el derecho a mandar pretendiendo una obediencia incondicional y, para conseguirlo, se emplean medios coercitivos, y se reduce la oposición.
El recuento es desolador. Las dos fechas mencionadas sirvieron para imponer una legislación que restringe la libertad de manifestación y autoriza la intervención militar que hasta ahora, aunque constantemente empleada, era ilegal conforme a los diferentes supuestos contemplados en la Ley de Seguridad Interior.
Esa ley, cuestionada desde su discusión en comisiones lo mismo por académicos, defensores de derechos humanos y organismos nacionales e internacionales, es la fórmula legal que desde hace años los grupos de poder, y señaladamente los intereses que representan los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, intentaron para legalizar la militarización del país, cuya función, más allá de la llamada “guerra contra el narco”, ha sido la contención violenta del movimiento social.
No es todo. También aprobaron una reforma al artículo 1916 del Código Civil, que atenta contra la libertad de expresión, al ampliar el alcance del daño moral (no del delito, como algunos interpretan) a la transmisión de información por cualquier medio tradicional o electrónico que la jerga ha querido describir como cyberbullying, y que sin embargo, plantea llenar los vacíos restrictivos que este sexenio se ha impuesto al ejercicio de la libertad de expresión, entre otras cosas, con la Ley de Réplica.
Minimizada por algunos analistas, la reforma al Código Civil fue, finalmente, la solución más eficiente, a propuesta del PRI, que facilita lo que ya en 2015 Omar Fayad, entonces senador hoy gobernador de Hidalgo, intentó sin conseguirlo, con la llamada “Ley cybermoordaza”.
En las 48 horas mencionadas, se aprobó también la nueva Ley General de Archivos, que reserva los archivos históricos del espionaje político por siete décadas, si bien en una redacción de sentido amplio, en los hechos lo que se reiteró fue la reserva sobre el fondo documental de la Dirección Federal de Seguridad, la sanguinaria policía política del antiguo régimen en cuyos acervos se encuentran claves del empoderamiento pernicioso de actores políticos vigentes, de acaudalados empresarios y de líderes religiosos. (Ver Lo que las elites quieren ocultar)
Finalmente, el poder se blindó, no sólo con nuevas disposiciones legislativas, pues dejó acéfalas dos instituciones clave para el tema más relevante del sexenio: no eligió fiscal anticorrupción ni auditor superior de la federación. Lo que sí hizo fue colocar al nuevo fiscal de delitos electorales –quedando pendiente y opaca la remoción del anterior titular—y con ello, garantizó a un funcionario a modo para transitar la sucesión presidencial legalizando la represión a los desobedientes y reduciendo la libertad de expresión en cuyo ejercicio ven oposiciones.:.
Para comentar debe estar registrado.