Arturo Rodríguez García / Imágenes: Proceso Foto
Los cinco años y un mes, transcurridos desde que inició el gobierno de Enrique Peña Nieto, representan un período de violencia similar a la registrada en el sexenio de su antecesor Felipe Calderón. Pero, como no ocurría desde la llamada “guerra sucia”, el recuento de víctimas alcanzó a miles de opositores a políticas gubernamentales.
Los efectos de las reformas estructurales, principalmente en el ámbito energético y educativo, así como la imposición de megaproyectos de infraestructura pública y las concesiones privadas, destacadamente a la minería trasnacional de alto impacto, son por lo general la motivación de inconformidades sociales detonantes de movimientos que enfrentan una violenta embestida con una coartada perfecta en la “guerra contra el narco”, la “narcoviolencia”, la “delincuencia organizada”, dicho así de manera genérica, sin responsables primeros ni últimos.
En 2017, se registraron alrededor de 12 mil 600 asesinatos, una cifra tan elevada que desde 2006 sólo es equiparable a lo registrado en 2010. Y aunque no es posible aun determinar cuántas de esas muertes se relacionan con movimientos sociales, la tendencia sexenal es que el recrudecimiento de la represión, o si se quiere creer, de esas coincidencias entre violencia, política y negocios, previsiblemente aumentó.
La violencia también impacta a la clase política y que eso ocurra con el proceso electoral ya en curso, dispara una alarma. Sólo la última semana del año, dejó un saldo terrible, inevitablemente desalentador, para recibir 2018: en cuatro días, fueron asesinados cinco actores políticos.
La escalada inició el 28 de diciembre, con el asesinato del perredista Arturo Gómez Pérez, presidente municipal de Petatlán Guerrero, un lugar donde la violencia se asocia al poder político desde hace décadas y que, en el recuento próximo pasado, marca una gestión: apenas el 5 de julio, al secretario del ayuntamiento, Manuel Rebolledo Pérez, lo levantaron, torturaron y asesinaron, mientras que en noviembre de 2016, le ocurrió lo mismo el director de Desarrollo Urbano, Edgar García.
Ese mismo día pero en Tomatlán, Jalisco, fue asesinado el también perredista Saúl Galindo Plazola quien era diputado local. La costa jaliciense ha tenido una racha violenta y, apenas una semana antes, el dirigente de Movimiento Ciudadano en el municipio de La Huerta, Salvador Magaña fue localizado sin vida y con huellas de tortura, después de desaparecer. Por cierto, los alcaldes de la zona, han acusado operaciones ilegales de la Marina que sin duda coinciden con un modus operandi muy conocido desde 2009.
El día 30 mataron al regidor también perredista de Jalapa Tabasco, Gabriel Hernández Arias. De inmediato, la procuraduría de justicia tabasqueña en el gobierno del neoperredista Arturo Núñez, decantó la línea de investigación a un robo de aguinaldo, descartando móvil político.
Ese mismo día, murió acribillado José Crespo Crespo, abogado muy conocido en Mexicali, Baja California, entidad en la que fue candidato también por el PRD en 2016.
El día último de 2017, Adolfo Serna Nogueda, fue asesinado a tiros en Atoyac de Álvarez, Guerrero, donde aspiraba a contender por la presidencia municipal por el PRI.
Esto es crítico para la vida política del país, pues se trata de víctimas investidas de autoridad, representantes populares o aspirantes a serlo, que –inclusive aceptando que puedan estar en complicidades o en medio de disputas criminales– sus muertes son un grave precedente de lo que seguirá ocurriendo durante el desarrollo de los procesos electorales.
Feliz 2018.
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