Figurita Mexicana
Antonio Reyes Pompeyo

El imaginario popular, tan infalible como se cree, es a veces una fuente de distorsiones simbólicas tan tristes como injustas. Entre sus equivocaciones malditas está la que ha configurado al cerdo, animal noble y de ejemplar ética, en un modelo de abuso, suciedad y corrupción mórbida.

La más irreflexiva tradición ha hecho del cerdo, y sus peculiares costumbres, un campo semántico impropio, de tal manera que le ha tocado en suerte enfrentarse a las cochinadas y a las marranadas como si fueran adjetivos maledicentes y no como lo que debieran ser: calificativos de cordura, respeto y alegría por vivir y dejar vivir.

Varias decenas de siglos atrás, el filósofo Epicuro revelaba la magnífica imagen del cerdo y su comportamiento como un animal entregado a la búsqueda del placer.

Mientras el perro, santo patrón del -válgame aquí la redundancia- cinismo de Diógenes, parecía un modelo a seguir, su actitud pedera y su ladrido constante a lo que no le embonaba revelaba todavía compromisos metafísicos; el cerdo aparecía en el panorama de la representación como un animal alivianado, gozoso, embebido en su propio placer sin afectar ni adoctrinar. Un iluminado que no necesitaba pregonar el evangelio de una verdad universal.

Cuche, marrano, cerdo o puerco, este noble y hedonista animal perdió su ejemplaridad de autonomía ética en el mar de los prejuicios humanos; tan bien que nos habría sabido escuchar un “puerco” atendiendo al elogio y no a la descalificación. Pero tal es la figura del puerco que en su desdicha no aparece la reconvención; al fin, no es su pedo.

Hoy, quienes osan descalificar las peores prácticas entre los que andamos en dos piernas, y además somos implubes generadores de pelusa en el ombligo, se atreven a gritar al policía, al corrupto, al lascivo un injusto: “¡pinche puerco!”

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Imagen: freepik.es

 

Por Antonio Reyes Pompeyo

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