Antonio Reyes Pompeyo
VÃctima del hambre, de su propia intrascendencia, de la sombra del fracaso y del aguijón de la precariedad, la del chayotero es una figura mexicana que ha florecido al amparo de la más absoluta ausencia de principios y de eso que el mundo neoliberal ha inventado para sus hijos más disciplinados: el profesionalismo.
Al profesional del periodismo se le atiza con el fuego del desprecio gubernamental, se retira voluntariamente, con su orgullo, antes de que el plato se le rebose en la mesa; y la estrategia le funciona bien mientras en realidad llegue a su casa y no le conviertan en nota roja y su memoria heroica de prócer de la verdad se disuelva entre las miles de memorias heroicas de otros próceres de la verdad que no quisieron mirar el agua que le echan al chayote.
El chayotero, como decÃa Marx (Groucho, no Karl), tiene sus principios, pero si estos no agradan también tiene otros. Soslayando a los chayoteros medievales que apuntalaron al cristianismos con Platón y con Aristóteles, muy a su modo, muy a su estatura y muy, pero muy a su favor, el filósofo Leopoldo Zea (sigan derecho y no le escatimen el apelativo de filosofÃa a lo hecho por este hombre; sólo por convivir, aunque sea) es quien representa el esfuerzo más denodado del chayote filosófico.
Mientras la sociedad mexicana le pasaba por encima, a él le encantaba mirar el agua que le echaban al chayote. Siempre tuvo convicciones, pero podÃa cambiarlas si era necesario y me deja preguntándome si era el oropel de la revolución institucionalizada lo que le animaba o se encontraba ya, nietzscheanamente, más allá del bien y del mal.
Pobres chayoteros, vÃctimas del oropel que significa comer diario.
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