Por Aníbal Feymen / Imagen: Proceso Foto
Los intereses económicos de las empresas interesadas en invertir en la construcción de los proyectos de infraestructura en el sureste mexicano pasan, necesariamente, por el despojo de tierras comunales y espacios comunitarios contra la población indígena. Para ello es necesaria la imposición de una cruel y criminal política de terror basada en el ataque sistemático a los pobladores de las regiones más vulnerables del país. Esta política se implementa con la exacerbada violencia ejercida por grupos y bandas de la delincuencia organizada que desarrollan funciones de paramilitarismo para lograr que los mezquinos intereses de los grandes inversionistas sean satisfechos golpeando directamente a una sociedad empobrecida y explotada. La política de despojo, opresión y asesinato es la guerra y represión que la burguesía desata contra el pueblo mexicano con la finalidad de despojarle sus recursos naturales para la concentración de riqueza, tan necesaria para la acumulación capitalista.
En el sureste mexicano, y en particular en el estado de Chiapas, históricamente se ha desatado una guerra de aniquilamiento contra los pueblos que se organizan en torno a la defensa del medio ambiente y de sus espacios comunitarios. Esta guerra es operada por grupos paramilitares que actúan de acuerdo a las necesidades e intereses de enormes corporaciones nacionales y extranjeras que explotan irracionalmente los recursos naturales y energéticos en esas regiones. Este fenómeno deja a su paso asesinatos, desapariciones forzadas, terror y zozobra en los habitantes de aquellas zonas que, al verse impotentes de poder enfrentar tal despliegue de violencia criminal, son obligados a salir, a desplazarse, de su región y perder todas sus posesiones materiales así como la construcción de su porvenir. Muchas localidades están prácticamente deshabitadas y sus antiguos ocupantes hoy se encuentran en circunstancias lamentables dispersas por todo el país.
La operación conjunta del Estado, la burguesía inversionista y el paramilitarismo para despojar y enajenar tierras, ejidos y hasta pueblos enteros para desarrollar sus actividades comerciales y de infraestructura es elocuente: el Estado proporciona a la burguesía concesiones para la explotación productiva o comercial de una zona en específico. Evidentemente esta política de despojo sustentada legalmente en ordenamientos jurídicos genera la inmediata organización, lucha y resistencia de los pobladores directamente afectados por megaproyectos que devastan el entorno ecológico. Aquí es donde entran las actividades paramiliares de la denominada “delincuencia organizada” quienes, con la absoluta complacencia –y hasta apoyo– del Estado, siembran una campaña de violencia, crímenes y terror en la población hasta que ésta, horrorizada por los crímenes más deleznables, abandona sus tierras y poblaciones dejando el camino abierto a las corporaciones industriales y comerciales para la implementación de sus actividades de destrucción ambiental. Las poblaciones que se habían organizado, luchado y resistido contra estos proyectos mineros hoy están prácticamente sitiadas y dominadas por los grupos paramilitares denominados “delincuencia organizada”.
En el discurso del Estado, la denominada “delincuencia organizada” se ha convertido en la coartada perfecta para avanzar en esta política de despojo y opresión.
El paramilitarismo ha sido utilizado por la burguesía desde hace muchos años con la finalidad de destruir procesos organizativos, de lucha y resistencia, así como para asesinar a luchadores sociales y desarticular la resistencia popular y las acciones políticas de las masas que buscan una mejora efectiva en sus condiciones de vida. El paramilitarismo también ha servido para hacer funciones de “ejércitos particulares o privados” de caciques, terratenientes y burgueses para enfrentar a las disidencias políticas sin que, aparentemente, el Estado tenga que ver directamente en esta política de guerra y represión contra el pueblo. El paramilitarismo es una medida contrainsurgente que se inserta en la política de Terrorismo de Estado, elemento fundamental de la doctrina de Guerra de Baja Intensidad, contra el pueblo que se organiza y lucha.
Y esta política contrainsurgente y represiva sigue viva en nuestro país, aún con un nuevo gobierno que ha reiterado vehementemente que no reprimirá al pueblo que disienta de sus políticas gubernamentales. La semana anterior un plantón pacífico ubicado en el edificio de la presidencia municipal de Amatán, Chiapas, fue atacado con armas de alto calibre por un grupo paramilitar. La manifestación era realizada por integrantes del Movimiento Campesino Regional Independiente de la Coordinadora Nacional del Plan de Ayala, Movimiento Nacional (MOCRI-CNPA-MN) y el ataque lo perpetró un grupo paramilitar bajo las órdenes de los hermanos Carpio Mayorga, caciques de la región vinculados políticamente al senador y exgobernador chiapaneco Manuel Velasco Coello y al senador del partido Morena, Eduardo Ramírez Aguilar.
Durante este ataque fueron brutalmente torturados y asesinados Noé Jiménez Pablo y José Santiago Gómez, integrantes del MOCRI-CNPA-MN. La organización campesina ha señalado directamente como responsable del crimen al alcalde morenista de Amatán, Manuel de Jesús Carpio Mayorga, quien ha sido presidente municipal de manera reiterada desde el año 2002 hasta las elecciones de julio pasado como candidato de Morena; partido que lo postuló pese a conocer sus antecedentes de violencia y paramilitarismo.
El gobierno federal ha sido, por lo menos, omiso ante este nefasto hecho criminal, pues de acuerdo con el MOCRI-CNPA-MN, tanto la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, como los subsecretarios Alejandro Encinas y Zoé Robledo conocieron la problemática de voz de la misma organización campesina y no actuaron de ninguna manera.
Ante los duros cuestionamientos que diversas organizaciones y medios de comunicación han realizado hacia el partido Morena por el respaldo al cacique Carpio Mayorga, esa institución política ha condenado el terrible asesinato y afirmado que “asumimos nuestra responsabilidad política y estamos obligados a pugnar por la estabilidad y paz social, pero también creemos firmemente que esto es compromiso de todos, no debemos esconder la piedra y esconder la mano”.
En los hechos Morena no sólo no ha asumido su responsabilidad política en este crimen de lesa humanidad sino que, incluso, criminaliza a las víctimas del ataque armado paramilitar cuestionando desgraciadamente el derecho a la protesta y a la movilización política.
El repugnante asesinato político cometido contra los luchadores sociales José Santiago Gómez y Noé Jiménez Pablo, es muestra fehaciente de que el Estado utilizará todos los medios represivos posibles para la imposición de sus proyectos estructurales en la región. La forma en que los integrantes del MOCRI fueron torturados de manera cruel y despiadada, son muestra de que las medidas contrainsurgentes más brutales tienen cabida en el nuevo régimen, pues no se debe perder de vista que los ejecutores de tan deleznable acto de represión son “autoridades” municipales vinculadas y protegidas tanto por el partido gobernante, como por el régimen criminal encabezado por Manuel Velasco Coello, aliado predilecto de AMLO en la región y firme impulsor del “Tren Maya”.
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