Por Aníbal Feymen

Quinto artículo de la serie con la que el autor pretende demostrar que el productor de la descomposición social y la degradación humana es el capitalismo en su fase imperialista, y en la que también intenta desvelar el papel que ha jugado el neoliberalismo en el esfuerzo para reorganizar el orden social y subordinarlo plenamente a la lógica de la acumulación capitalista.

 

Crisis estructural de finales del siglo XIX, agotamiento del patrón liberal clásico

La transición del capitalismo de libre competencia hacia el imperialismo se inició con la crisis económica de la década de los años setenta del siglo XIX. El grado de desarrollo de las fuerzas productivas en aquella etapa permitió una composición orgánica del capital relativamente baja, situación que generó una estabilidad del modo de producción bastante larga que posibilitó el desarrollo y expansión del capitalismo.

Durante toda la etapa premonopólica del capitalismo dominó la teoría económica el liberalismo clásico cuyos principios básicos se sustentan en el “derecho natural” a la propiedad privada, en el libre mercado, en la mínima intervención del Estado en la economía, así como un presupuesto estatal balanceado, entre otros.

A finales de la década de los setenta del siglo XIX la composición orgánica del capital comenzó a sufrir una elevación considerable. El desarrollo tecnológico comenzó a provocar la caída permanente de la tasa de ganancia de la burguesía.

Desde ese momento el desarrollo del capitalismo sufre un enorme viraje cualitativo, pues la salida de la crisis, provocado por el elevado desarrollo de la composición orgánica del capital, sólo fue posible con el rompimiento de las viejas estructuras de la etapa del capitalismo premonopolista y a costa de un desarrollo económico cada vez más desigual entre los diferentes países, empresas y clases sociales. Con esto se inició la etapa del imperialismo, en la que comenzó a operar con más fuerza también la ley de la concentración y centralización de la producción y del capital.

A medida que avanza la etapa monopolista del capitalismo, para el capital es más difícil reproducirse por sí mismo. Los grandes monopolios cada vez obstaculizan más la libre competencia y las contradicciones entre ellos se agudizan intensamente a tal grado que se hace inevitable unja mayor intervención del estado en la economía para facilitar la acumulación de capital y para garantizar la estabilidad del modo de producción burgués.

La primera crisis estructural de largo plazo que sufre el modo de producción comienza con el inicio del tránsito del capitalismo de libre competencia al imperialismo, y su culminación se da con el fortalecimiento de la economía monopolista.

 

Crisis estructural de entre guerras y surgimiento del patrón keynesiano o benefactor

Como hemos observado, el capitalismo consolidó su fase imperialista en el último tercio del Siglo XIX. La introducción de nuevas prácticas económicas destruía el mecanismo de la libre competencia; sin embargo, junto a este fenómeno no se creaba una política económica que sustituyera el mecanismo económico que estaba feneciendo. En este sentido, la segunda crisis estructural de largo plazo se inicia con la Gran Depresión [1], cuando el aumento de la composición orgánica del capital alcanza el límite máximo dentro del modo de producción capitalista. La crisis de 1929 se puede calificar como una crisis estructural del capitalismo que demandó la creación de nuevas instituciones reguladores en sustitución del patrón de acumulación monetarista o liberal que estaba siendo destruido. En esta lógica, lo que nacía con el plan del presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, y posteriormente con la creación –en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Imperialista Mundial– del sistema de Bretton Woods, fue una nueva institucionalidad adecuada al nuevo capitalismo monopolista, o sea, el nacimiento de un nuevo patrón de acumulación. El nuevo patrón de acumulación, inspirado en los planteamientos políticos del economista inglés John Maynard Keynes, se estrenó una vez concluida la Guerra Mundial.

Para Keynes, la humanidad tenía que tratar de combinar tres cuestiones: 1) la eficiencia económica, 2) la justicia social, y 3) la libertad individual. Keynes pensaba que “el capitalismo ampliamente dirigido, probablemente puede ser más eficiente para obtener independencia económica que cualquier sistema alternativo (…), pero por sí mismo, es en muchas maneras extremadamente inaceptable”. Así, los modelos enarbolados por el keynesianismo son los de una economía cerrada, proteccionista. Considera la política fiscal más eficaz que la monetaria; supone la existencia de salarios rígidos a la baja, sobre todo en momentos de ilusión monetaria; su objetivo es alcanzar un nivel de paro muy reducido a través de la expansión de la demanda más las tensiones inflacionarias; su preocupación fundamental es el desempleo, busca alcanzar el “pleno empleo”; considera que el aumento de la demanda genera inflación; y, finalmente, intenta alcanzar el objetivo de “pleno crecimiento”. En síntesis, la preocupación de Keynes fue el avance del comunismo y la existencia del capitalismo. Le alarmaban los problemas que podría atravesar el capitalismo y buscaba ofrecer una solución a éstos aunque no se basaran en las reglas el mercado. Por ello avisa sistemáticamente su preocupación de que las crisis del capitalismo, particularmente la inflación de demanda, puedan provocar que el capitalismo individualista existente se cambiase por el proyecto comunista. Por ello también se centró en reformismos sociales basados en cierta estabilidad social con paliativos como programas de seguridad social. De allí la falsa concepción propagada por la economía política burguesa, según la cual en el capitalismo moderno la propiedad privada ha cedido su lugar a la propiedad social, han desaparecido las clases y, con ellas, la lucha de clases, la desigualdad de bienes, la explotación de los trabajadores, las crisis económicas, y el Estado de instrumento de dominio para la minoría poseedora, se ha convertido –afirman falazmente los burgueses–, en un “instrumento de paz” y de “unidad clasista”.

Uno de los medios ideológicos de enmascaramiento del modelo keynesiano es la proliferación, después de la Segunda Guerra Mundial, en los países capitalistas desarrollados, de la teoría del “Estado de bienestar general”. La realidad capitalista ha impugnado esta teoría que afirma que el Estado asume la responsabilidad por asegurar a todos los ciudadanos un nivel sano y digno de vida y que a través de su presupuesto redistribuye los ingresos a favor de los pobres y, por eso, la llamada clase media se convierte en clase dominante de la sociedad, situación en absoluto falsa. Así el Estado burgués se presenta como “supraclasista” que opera en beneficio de la sociedad en su conjunto, de todas sus clases, sectores y grupos. En realidad, es órgano de dominación de clases de la burguesía y, en primer lugar, de la oligárquica. Por eso, su política es también una política de clase. Bajo la presión de la lucha de la clase obrera, el Estado burgués se ve forzado a veces a hacer algunas concesiones. Pero esto no cambia la orientación principal, el contenido ni el papel de su política.

El patrón de acumulación keynesiano o también denominado Estado Benefactor, tuvo un periodo de existencia relativamente largo de desarrollo próspero de la economía mundial a partir de 1947 y hasta la mitad de los años sesenta, los llamados “años dorados”.

Sin embargo, la segunda mitad de la década de los años sesenta demostró que el patrón de acumulación keynesiano se agotaba y desencadenaría en una crisis estructural a principios de la década de los años setenta. Entre 1973 y 1975 se presenta una grave crisis estructural en el sistema capitalista desarrollado. En los años setenta se da un aumento insuficiente de la productividad general, manteniéndose sin embargo un entorno relativamente “favorable” para los asalariados; los efectos de esta combinación serían una caída en las ganancias, en la inversión productiva y una presión hacia el desempleo.

La forma planteada por la burguesía para salir de la crisis estructural estaría vinculada a la posibilidad del sistema de cambiar su modelo o tipo de crecimiento, es decir, cambiar el patrón de acumulación de capital. Los años ochenta sería testigo de este cambio de patrón por el autodenominado “neoliberalismo”.

 

El desmantelamiento del “Estado de seguridad” y el ascenso del neoliberalismo

El neoliberalismo, en tanto fenómeno económico distinto del mero liberalismo clásico, fue una reacción teórica y política vehemente contra el patrón de acumulación keynesiano o mal llamado “Estado de bienestar”. Inspirada en el libro Camino de servidumbre, de Friedrich Hayek –escrito en 1944– la fracción monetarista de la burguesía atacaba con furia cualquier limitación de los mecanismos del mercado por parte del Estado. El primer blanco de ataque de Hayek fue el Partido Laborista y la socialdemocracia moderada inglesa a quien acusaba de establecer una “servidumbre moderna”. Con ello, los “neoliberales” se mostraron no sólo adversarios firmes del “Estado de Bienestar” europeo, sino también enemigos férreos del New Deal [2] norteamericano. Sujetos como Milton Friedman o Karl Popper fueron fieles representantes de la ideología monetarista o neoliberal con la firme tarea de combatir el keynesianismo y preparar las bases de un futuro nuevo patrón de acumulación caracterizado por ser un capitalismo duro y libre de reglas.

Con la crisis del patrón de acumulación keynesiano en 1973 las ideas neoliberales comenzaron a ganar terreno. Las raíces de la crisis, afirmaban los monetaristas, estaban localizadas en el “poder excesivo y nefasto” de los sindicatos y, de manera más general, del movimiento obrero que – según ellos– había socavado las bases de la acumulación privada con sus presiones reivindicativas sobre los salarios y con su presión parasitaria para que el Estado aumentase cada vez más los gastos sociales. Ante esta crisis, el remedio era claro: mantener un Estado robusto y fuerte con la capacidad de quebrar el poder de los sindicatos y mantener el control del dinero; pero limitado en lo referido a los gastos sociales y a las intervenciones económicas. La estabilidad monetaria debería ser la meta suprema de cualquier gobierno. Por eso era necesario imponer la disciplina presupuestaria. La contención del gasto social y la restauración de una tasa “natural de desempleo”, según su propio dicho.

La hegemonía de este programa no se realizó de la noche a la mañana. Llevó más o menos una década su afianzamiento. En 1979, mientras la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) trataba de aplicar remedios keynesianos para superar la crisis, en Inglaterra era elegido el gobierno de Margaret Thatcher, el primer régimen de un país imperialista públicamente empeñado en poner en práctica un programa neoliberal. Los años siguientes representaron el ascenso de los regímenes de gobierno con una abierta tendencia neoliberal: en 1980 Ronald Reagan es proclamado presidente de los Estados Unidos; en 1982 Helmut Kohl triunfa en Alemania derrotando al candidato socialdemócrata Helmut Schmidt; en 1983 Dinamarca, “estado modelo” de Bienestar escandinavo, cayó bajo control de la coalición ultraderechista de Poul Schlüter de abierto programa neoliberal. Enseguida, en casi todos los países del norte de Europa Occidental cayeron en manos de gobiernos de ultraderecha. Es de notar que al igual que los gobiernos de corte keynesiano, el ideario neoliberal tenía como componente central el anticomunismo más intransigente.

El modelo inglés fue la experiencia pionera de estos regímenes. Durante los gobiernos sucesivos de Thatcher se contrajo la emisión monetaria, se elevaron las tasas de interés, se bajaron drásticamente los impuestos altos, se abolieron los controles sobre flujos financieros, se crearon niveles de desempleo masivo, se aplastaron huelgas, se impuso una nueva legislación antisindical y se recortó dramáticamente el gasto social. Cabe destacar el amplio programa de privatizaciones que se instrumentó, comenzando con la vivienda pública y pasando enseguida a industrias básicas como el acero, la electricidad, el petróleo, el gas y el agua. Este paquete de medidas fue sistemático en todos los países imperialistas europeos. Empero, la experiencia norteamericana fue muy distinta. En Estados Unidos no existía un estado de bienestar del tipo europeo, así que la prioridad fue desarrollar la competencia militar con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Esto no significó otra cosa que una estrategia para quebrantar la economía soviética y mediante esa vía lograr el derrumbe del proyecto socialista soviético.

En cuanto a los ajustes económicos al interior de la economía norteamericana, Reagan también redujo los impuestos en favor de los ricos, elevó las tasas de interés y aplastó la única huelga seria de su gestión, la de los controladores aéreos [3].

François Mitterrand en Francia y Andreas Papandréu en Grecia, se esforzaron por realizar una política de deflación y redistribución, de pleno empleo y protección social a la usanza del programa económico keynesiano. Sin embargo, su proyecto fracasó y ya hacia 1983 estos gobiernos socialdemócratas se vieron forzados por los mercados financieros internacionales a cambiar sus políticas y reorientarlas hacia la ortodoxia neoliberal. A partir de este momento, las políticas neoliberales se convirtieron en hegemónicas; y lo fueron a tal grado que inclusive los gobiernos autodenominados “laboristas” mostraron con firme convicción su radicalidad neoliberal.

Un nuevo modelo económico había triunfado para la gestión del capitalismo. El neoliberalismo se convertiría en un patrón enormemente violento y expoliador que llevaría a las masas populares a perder conquistas sociales y experimentar la más terrible descomposición, situación que abordaremos en nuestra siguiente entrega.

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Notas:

 

[1] La depresión tuvo efectos devastadores en casi todos los países, de modo que cayeron la renta nacional, los ingresos fiscales, los beneficios empresariales y los precios. El comercio internacional descendió entre un 50% y un 66%. El desempleo en Estados Unidos aumentó al 25%, y en algunos países alcanzó el 33%. Ciudades de todo el mundo se vieron gravemente afectadas, especialmente las que dependían de la industria pesada, y la industria de la construcción se detuvo prácticamente en muchas áreas. La agricultura y las zonas rurales sufrieron la caída de los precios de las cosechas, que alcanzó aproximadamente un 60%. Ante la caída de la demanda, las zonas dependientes de las industrias del sector primario, con pocas fuentes alternativas de empleo, fueron las más perjudicadas.

[2] New Deal es el nombre dado por el presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt a su política intervencionista puesta en marcha para luchar contra los efectos de la Gran Depresión en Estados Unidos. Este programa se desarrolló entre 1933 y 1938 con el objetivo de sostener a las capas más pobres de la población, reformar los mercados financieros y redinamizar una economía estadounidense herida desde el crac de 1929 por el desempleo y las quiebras en cadena.

[3] En 1981, el primer año de Ronald Reagan en la Casa Blanca, justo en el momento más intenso de la temporada veraniega de viajes, casi 13.000 controladores aéreos se declararon en huelga después de que la Administración Federal de Aviación (FAA) no aceptase sus demandas laborales.

Representados por la Organización de Controladores Profesionales de Tráfico Aéreo (PATCO), ese sindicato creado en 1968 había exigido un inmediato aumento salarial para cada uno de sus afiliados. Además exigían mejores pensiones y una reducción de jornada laboral hasta las 32 horas de trabajo semanales. Todas esas demandas suponían 770 millones de dólares, frente a una contraoferta de la FAA de tan sólo 40 millones de dólares.

Como resultado de la huelga iniciada el 3 de agosto, miles de vuelos tuvieron que ser cancelados. Aunque para frustración sindical, los planes de contingencia funcionaron. El gobierno logró resucitar el sistema de transporte aéreo con ayuda de 3.000 controladores con categoría de supervisores, otros 2.000 opuestos a la huelga y 900 militares. Hasta el punto de conseguir rápidamente que un 80% del transporte de pasajeros y casi todos los vuelos de carga pudieran operar con normalidad.

No obstante, Reagan denunció como ilegal el pulso de los controladores por su condición de empleados públicos y planteó un ultimátum: vuelta al trabajo en el plazo de 48 horas o despido fulminante. El 5 de agosto, el presidente cumplió con su advertencia y cesó a los más de 11.000 controladores que habían ignorado sus órdenes. Además, la Justicia federal aplicó millonarias sanciones contra el sindicato de los controladores, presidido por Robert Poli, y también se bloquearon los fondos previstos para prolongar la huelga.

Dentro de esa cadena de sucesos que sirvieron para re-definir las relaciones laborales en Estados Unidos, la Casa Blanca impuso una prohibición permanente para volver a contratar a los controladores en rebeldía. Y en octubre 1981, los reguladores federales incluso retiraron la certificación de PATCO para actuar como formación sindical. Y de hecho, la conflictividad laboral en EE.UU. no ha vuelto a los niveles registrados en los ochenta ante el precedente de que los trabajadores en huelga pueden ser reemplazados.

Por Arturo Rodriguez García

Creador del proyecto Notas Sin Pauta. Es además, reportero en el Semanario Proceso; realiza cápsulas de opinión en Grupo Fórmula y es podcaster en Convoy Network. Autor de los libros NL. Los traficantes del poder (Oficio EdicionEs. 2009), El regreso autoritario del PRI (Grigalbo. 2015) y Ecos del 68 (Proceso Ediciones. 2018).

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