Por Yaocihuatl Atenea / Imágenes: Proceso Foto

Durante las últimas semanas hemos sido testigos de constantes debates en torno a la violencia contra las mujeres y, en particular, de la legitimidad o no de los colectivos feministas para desplegar diversas formas de lucha en sus protestas callejeras.

Sin embargo, poco se ha profundizado en torno a las motivaciones de esta violencia; cómo y quién la genera y cuáles son las causas que la originan y permiten, son elementos que deben ser analizados puntualmente para responder de manera organizada y contundente.

Es necesario ubicar la violencia y odio contra las mujeres como un fenómeno complejo que se inserta dentro de una lógica de dominación de clases donde la oligarquía imperialista, como clase dominante, se impone al grueso de las clases trabajadoras y explotadas; las mismas que, a pesar de ser las productoras de la riqueza, se encuentran cada vez más empobrecidas. La posesión de los medios de reproducción material, permiten a la oligarquía imperialista detentar a su vez los medios para su  reproducción ideológica, es decir, para propagar en la sociedad sus valores e ideas con fines hegemónicos. Esto podemos verlo de manera clara, por ejemplo, en las expresiones de grandes segmentos de la sociedad que, a propósito de las fuertes protestas de colectivos y organizaciones feministas, se han manifestado de manera furibunda y execrable en contra de la “violencia” ejercida por estos grupos durante sus movilizaciones.

Estas repugnantes opiniones machistas, tanto de hombres como de mujeres, no surgieron de la nada sino que, por el contrario, son ideas introyectadas en el seno de la sociedad por medio del Estado, aparato que utiliza la burguesía para asegurar su dominación política e ideológica.

Y esta ideología que ha sido impuesta violentamente a la sociedad puede ser fácilmente ubicada en las diferentes instituciones del Estado, como en el seno familiar donde las mujeres recibimos como dogma incuestionable ciertas normas y códigos de conducta, por ejemplo: “una señorita no anda sola de noche”, “no es de señoritas sentarse con las piernas abiertas”, entre otras impertinencias; en los medios de comunicación, donde las mujeres son un objeto fetichizado que acompaña a “otras” mercancías, como autos, desodorantes o cervezas; en la programación general de la televisión o, más recientemente, series de plataformas de internet, en cuyas historias las mujeres ejercen diversos roles estereotipados, que van desde esposas sumisas y dedicadas a su hogar, objetos que acompañan a hombres adinerados o “sicarias” que viven esclavizando a otros sujetos y, a su vez, pueden llegar a ser sujeto de violencia feminicida.

Todos estos roles son incentivados y permitidos por el Estado para implantar en la sociedad una idea que, al confrontarse con la violencia real a la que estamos sujetas las mujeres, genere un consenso previamente impuesto en torno a las razones por las que esta violencia es ejercida. Es decir, “la mataron porque andaba en malos pasos”, “no está desaparecida, seguro se fue con el novio”, “su marido le pega porque no lo atiende bien”.

En este sentido, el Estado es, pues, el aparato de dominación de una clase sobre el resto de ellas, y responde a los intereses de la oligarquía imperialista, como ya hemos expresado. Luego entonces, no aplica la tesis sobre el Estado como el “garante” y “protector” de la sociedad que se encuentra por encima de las clases y dirime sus diferencias, pues, aunque pretenda aparentarlo, su carácter burgués salta a la vista en casos como el que hoy tratamos.

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Cuando hablamos de la política de violencia y odio en contra de las mujeres no podemos escindirla de la política general de violencia en la que la burguesía y su Estado han sumido a la sociedad entera, pues es a partir de esta política que logra mantener el control sobre la población mediante métodos tan coercitivos como la militarización, por ejemplo, y que se convierten en políticas que son “justificadas” a partir del terror ejercido por grupos paramilitares, permitidos y muchas veces financiados por el Estado o algunos grupos de la burguesía.

Una vez que el Estado prácticamente aniquiló a los grupos revolucionarios armados en México, el “enemigo” construido que “justificaba” el despliegue violento de grupos paramilitares -el comunismo- se terminó, y fue necesario crear un nuevo “enemigo” interno: el narcotráfico.

Con el pretexto de la lucha contra el narcotráfico como el nuevo enemigo interno, el uso de la violencia como método de control social continuó, se intensificó y se generalizó, además, lo despolitizó, pues se logró la criminalización de las víctimas de esta violencia generalizada. Durante la denominada “Guerra Sucia” se sabía que las personas desparecidas, asesinadas o violentadas en general por el aparato de Estado o grupos paramilitares lo habían sido por motivos políticos. Pasada esta época, se ha logrado insertar en la sociedad la idea de que quienes han sido víctimas de esta violencia lo son “por andar en malos pasos”, lo que en términos generales significa que eran parte de la denominada “delincuencia organizada”.

Marchan madres de victimas de desaparicion forzada.

De igual manera, cuando se denuncian feminicidios o la desaparición forzada de mujeres en el país, lo primero que se pretende es criminalizar a la víctima, situación que sucede en la sociedad en general por las ideas preconcebidas e implantadas desde el Estado y sus aparatos de reproducción ideológica como los medios de comunicación, el sistema educativo o el núcleo familiar. Baste observar, por ejemplo, las denuncias que los familiares de mujeres víctimas de desaparición forzada o feminicidio han realizado de manera constante. Cuando se evidencian estos delitos, fundamentalmente por desaparición, lo primero que dicen los funcionarios del Estado es que “seguramente se fue con el novio” y, si acaso se trata de feminicidio, lo primero que se busca es ligar la investigación a hechos de “delincuencia organizada”; es decir, la abierta criminalización y despolitización de los casos.

Además se lanzan terribles campañas de linchamiento mediático contra las víctimas de esta violencia de Estado, creando con ello una imagen que de acuerdo a las ideas y valores preconcebidos por la sociedad, son “incorrectos”, como decir que estaba a “altas horas de la noche fuera de su casa”, o que “viajaba sola con un desconocido”, entre otras. Claro, esto sólo cuando los casos se posicionan mediáticamente; pero cuando no, son simplemente archivados y dejados en el olvido, aunque no así por familiares quienes tienen que seguir enfrentándose al aparato estatal con tal de conseguir respuestas y muchas veces terminan también siendo víctimas de esta misma violencia de Estado.

Las cifras de desapariciones y feminicidios en México son alarmantes. Pero lo es también la violencia que se padece en términos generales en la sociedad, el cada vez mayor número de periodistas asesinados, el creciente número de defensores de derechos humanos desaparecidos y asesinados, la enorme cantidad de comunidades desplazadas y un largo etcétera. La violencia que padecemos las mujeres no es aislada ni mucho menos se encuentra fuera de la lógica de la violencia general de Estado, pero sí se encuentra sujeta a la política de despolitización y fragmentación del proceso de lucha de clases.

No es gratuito que durante los últimos años hayan sido mujeres quienes han encabezado las principales luchas de resistencia en contra de la imposición de políticas burguesas, por ejemplo las mujeres defensoras de su territorio y en contra del despojo originado por grandes intereses capitalistas, las maestras que se han opuesto de manera férrea a la imposición de la Reforma Educativa durante la administración de Enrique Peña Nieto, las mujeres zapatistas que defienden sus formas propias de organización, las mujeres que han emprendido la búsqueda de sus familiares desaparecidos, las mujeres obreras en las recientes huelgas en Tamaulipas, o las mujeres periodistas que han publicado reportajes y que evidencian enormes y nefastos intereses políticos y económicos, situación que las pone en grave vulnerabilidad al ejercer su trabajo, sólo por poner algunos ejemplos.

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La violencia de Estado no es ajena a la lucha de clases y la participación fundamental de las mujeres en ella no pasa desapercibida para éste ni para la burguesía. Si bien es cierto que el Estado y la burguesía han dado, en apariencia, cierta “apertura” al desarrollo de las mujeres, también es cierto que, en primer lugar, ha sido por la participación decidida de las primeras en el proceso de lucha de clases y, en segundo lugar, por la necesidad que tiene el propio capitalismo de insertar a cada vez mayor población a la lógica de producción capitalista.

Sin embargo, la burguesía y su Estado han creado también estereotipos que se adaptan a sus necesidades. Por ejemplo, cuando las mujeres luchaban por la emancipación económica con respecto al hombre, el prototipo introyectado en la sociedad era el de la mujer que se quedaba en casa a cuidar a sus hijos y su marido, una mujer realizada era sinónimo de una ama de casa sumisa y abnegada. Hoy, por ejemplo, el prototipo de mujer exitosa es la “mujer emprendedora” (es decir, burguesa y explotadora de la clase trabajadora, esté esta conformada por hombres o mujeres), que sigue las reglas de mercado y el “Estado de derecho”; y si se es una mujer que protesta, entonces el prototipo son las mujeres “bien portadas”, aquellas que, en lugar de destruir vidrios y pintar muros se sientan en “mesas de trabajo” con funcionarios indolentes, mismas que llegan a ningún sitio y permiten perpetuar la violencia de Estado en contra de la sociedad entera y, en particular, contra las mujeres.

Por todo lo anterior, si, como decía el revolucionario chino Mao Tse-Tung, se desatara la furia de las mujeres como un arma poderosa para la Revolución, ardería no sólo una estación de policía sino el capitalismo entero; pero eso sólo podrá ser bajo la lógica de la lucha por la emancipación de la clase obrera y la sociedad en su conjunto. Sólo terminando la fragmentación de las batallas y ubicando que la lucha no es entre sexos, sino por la emancipación de la humanidad entera podremos desplegar todo el potencial que las mujeres tenemos para destruir este sistema de explotación capitalista y efectivamente, patriarcal.

Por Arturo Rodriguez García

Creador del proyecto Notas Sin Pauta. Es además, reportero en el Semanario Proceso; realiza cápsulas de opinión en Grupo Fórmula y es podcaster en Convoy Network. Autor de los libros NL. Los traficantes del poder (Oficio EdicionEs. 2009), El regreso autoritario del PRI (Grigalbo. 2015) y Ecos del 68 (Proceso Ediciones. 2018).

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