Ilustración: Sánchez / Texto: Antonio Reyes Pompeyo

Llevas dos horas ahí sentado, escarbando en los recovecos para ver si alguna idea se asoma, algo, lo que sea que te permita mantener el poco respeto que tienes sobre ti. La figura esmirriada, las piernas y los brazos huesudos, famélicos; eres la oscuridad que se oculta en sí misma por el horror que le causa verse.

Conteniendo el peligro, el dolor, el contrabando, el latrocinio, el olor a muerte y verija. Muerte y sexo. En realidad la noche es el último resabio de la moral victoriana. El último, el más grande. Un frontispicio de dignidad a cuyas espaldas opera el soberano rey: el cuerpo.

La noche no es tiempo, es un espacio en el que se inscriben las agudezas de los que saben mirar. En la noche gotea la sangre de los inocentes, de los que no supieron voltear los ojos y ahora yacen bajo el cuchillo o contra la pared, embarrados contra sus fluidos y su miasma.

El gran cuerpo de la noche se endurece o se ahueca pero todo lo contiene. La solidez de su cara externa ahuyenta al cobarde, también al cauto. El hueco inmenso de la noche se abre y deja que los atrevidos naden, que los incautos se ahoguen.

La noche es el puño ríspido y nudoso que repele, es el hueco blando que asfixia. Por fuera el puño (la noche) hiere y deja vivir; por dentro (el puño) acoge.

La noche es paciencia y, quien a ella se entrega, intuye que ahí hallará la muerte; lo intuye, sólo lo intuye. Pocos son los que lo saben aunque siempre son los menos, rara vez son los mejores. La noche es un cuerpo que cuelga encima de un puesto de comida.

Por Antonio Reyes Pompeyo

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