LABERINTOS MENTALES

Por Arantxa de Haro / Imágen: Nenúfares de Monet. Museo Nacional de Arte Occidental de Tokyo

Las señales del GPS trazaban en la pantalla la trayectoria de nosotros, dos puntos virtuales en un mapa. Uno yo y otro él, un joven nipón cuya lengua de Babel navegaba tres idiomas. Nos encontramos un atardecer en un café de un faro que se erigía a lado de un río. Su rostro familiar, que no tenía nombre en mis recuerdos, se asomaba tras una humeante taza de café del sur. Sin siquiera advertirme, me invitó a dar un paseo por su Château Meguro tras enunciar su apelativo, K.

K nació en el seno de una familia tokiota que se caracterizaba por el gusto de la cultura, los libros, y la ambición desmedida por resultados sobresalientes. La presión asfixiante de la insatisfacción y exigencia castrante de su padre, enmudecieron a K gran parte de su infancia. Ni los cinco idiomas que dominaba, ni los diversos grados académicos que poseía su padre, pudieron arrancarle una sola palabra al joven K, durante muchos años. Tal vez su silencio era el estandarte de su rebeldía. Sin embargo, eso no inspiró compasión alguna de su familia, pues mucho tiempo se le rechazó y se le etiquetó como “retrasado”. Sus padres no sabían que K, en silencio, observaba y aprendía todo lo que había a su alrededor.

El resto de la infancia de K sólo se me fue mostrado como la página en negro de Tristam Shandy así, sin más, en completa censura. Cuenta él que los años pasaron y llegó a la tierra del maíz (por razones desconocidas). K comentaba la historia de su amorío con una una bella valkiria de nuestra tierra. Una mujer cuyo cuerpo movía como una hechicera, encantando a los hombres con sus sensuales movimientos. De rostro angelical, y agarras profundas, un día su amada valkiria encajó sus uñas en el rostro de K, y un cuchillo en un costado dejando a nuestro protagonista como Santo Cristo. Como evidencia del acto, el mismo K sacó su smartphone y me mostró unas fotos de él sonriendo con el rostro empapado en sangre, los rasguños adornando la comisura de sus labios. Sobra decir que la relación se disolvió después de que le agredieron y se involucró la policía. Sin embargo aquella sonrisa de aparente felicidad y el sombrío escenario provocaron un escalofrío que recorrió mi espina dorsal. Los contrastes de la escena me deajaron vigilante, así que sólo pude limitarme a seguir escuchando con atención.

Su narrativa dio de nuevo un vuelco, mientras que los pasillos de Château Meguro cambiaban de sentido y orden. Nuevamente la línea temporal de su relato se revolvía, y me hablaba del futuro. Después de su tempestuosa batalla de sangre, como un pintor impresionista, me hablaba de retirarse a la orilla de un lago, y simplemente ver las estaciones pasar. Hice una pausa a la conversación que no debí de hacer.

“Creo que para hallar la paz no es cuestión aislarse en una cabaña, sino pacificar tu interior” sentencié.

Sus ojos repentinamente desbordaron brea. Mis palabras, sin intencionalidad, jalaron de un hilito que abría una compuerta que le hizo recordar los años en los que perteneció a un culto religioso. Me enteraría de eso días después. No obstante, al ver yo la brea desbordante, también movió algo en mí, un yo que se asoma desde las sombras, sonrió y accionó ese mecanismo que hace revolucionar mi mente, me llena de adrenalina y embargándome la emoción de descifrar un enigma. Sólo que esta ocasión me pondría en peligro.

Los días pasaron de ese encuentro, y se presentaron ciertas señales que pasaba por alto, pues de repente había algunos mensajes de texto repentinos y un poco descocertantes, los cuales a las horas desaparecían de la conversación sin mi intervención. No quise darle mucha importancia. Hasta que un día después de ir a recostarme al diván y a desayunar, K me preguntó qué hacía. No medí las consecuencias de mis respuestas, señalé el establecimiento en donde comía plácidamente. Pagué la cuenta, fui a clases, y pasando las horas, a unas cuantas cuadras fui a la librería (mi vicio).

Su camioneta estaba estacionada allí. Lo vi a lado de la barra, tomando un café. Sus 190 centímetros de estatura no pasaban desapercibidos. Le saludé, tornó sus ojos hacia mí, muy abiertos. No dijo nada, se dio la media vuelta y se fue. Fui tras de él, no me quiso hablar. Estuvo cerca de diez minutos esperando en su camioneta. Salió de ella y dio un rondín por la librería. Entró y salió sin comprar nada. Espero otros minutos. Sentí una punzada de sospecha, me sentía atrapada en la librería, acorralada como en una ratonera. Tomé el teléfono y marqué a una amiga, le comenté la situación, ya no podría encontrarme con ella. Si estaba en peligro no quería exponer a una segunda persona. Empecé a trazar mi ruta de escape. Volvió a entrar a la librería, me lo encontré en la puerta, apresuró el paso y entró al sanitario. Aproveché para escabullirme, pedí un Uber. Pude esconderme tras los demás autos del estacionamiento, por lo que cuando K ya no me vio, se fue en su camioneta.

Después de eso, nunca me volvió a contactar. Por precaución tuve que dejar mis clases y cambiar mi rutina sabatina. Meses después, comenté la situación con una veterana, una compatriota de él (pensando en que tal vez lo conociese). Me dijo ella: “Nunca había escuchado el nombre. Pero no me sorprendería en absoluto, pues me ha pasado que otro japonés que pertenece a otro grupo sectario aparentemente le conocí cuando usaba un alias”. Se encogió de hombros. Y fue así que K desapareció tras una cortina de niebla.

Notas:

Nombre con el cual Vargas Llosa denomina al mítico lugar con el que simboliza la perversión y los deseos más profundos. Me di la oportunidad de hacerle una ‘adaptación’, pues ‘meguru’ (巡る•廻る•回る) hace más referencia al verbo ‘circular, recorrer, girar’, en cambio ‘meguro’ (目黒), aunque es un ave y el nombre de una zona de Tokyo, se escribe con los caracteres chinos (kanji) de “ojo” y “negro”.

Por Arantxa De Haro

Escritor amateur, multidisciplinario por pasatiempo, aficionado a los idiomas

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