
Reflexiones Apátridas
Por Vonne Lara
Siempre me han sorprendido los turistas que visitan mi insulsa ciudad colonial, y aún más los que la encuentran bella. De todas formas algunas veces comprendo su entusiasmo, pues algún tiempo, cuando era niña, me creí toda esa retahíla de frases de los folletos de las agencias de viajes o que encabezan las campañas de la Secretaría de Turismo, como la de que mi ciudad es la cuna de las expresiones más mexicanas o la que dice que en ella convergen la riqueza de las tradiciones milenarias y la modernidad. Es difícil escapar de estas tretas, pues siempre resultará atractivo, sobre todo si sólo es por unos días, bañarse en las aguas de la idiosincrasia mexicana o henchirse de orgullo por pertenecer a este alocado país, aunque el resto del tiempo se sufran grandes apuros por lo mismo.
Puede parecer que soy inmune a las trampas de las propagandas turísticas, pero la realidad es que escribo esto en medio de mis vacaciones en una ciudad colonial, cuna de otro tipo mexicanidades y que alberga otras tradiciones milenarias —¿acaso existe alguien que no proviene de una cultura milenaria? La visita a esta ciudad es una de esas que se vende como “imprescindible”. ¿Quién podría resistirse a lo presumible y exótico que resulta codearse con lo llamado indígena, lo rural, lo ancestral, para luego volver a su habitación de hotel boutique decorada con la estética mexicana más exportable? Apoyada en una cabecera rústica, ataviada con una blusa tradicional me sentí como una visita que es descubierta esculcando los cajones de su anfitrión.
La identidad nacional por un lado nos ayuda a distinguirnos de otros, pero también, fiel a nuestra costumbre humana, la usamos para estratificarnos. Sirve como estandarte frente a otros países, pero también funciona a nivel interno para distinguir las muchas mexicanidades que existen. Eso que nos identifica como mexicanos a veces nos divierte y otras nos avergüenza, a veces somos parte de dichas expresiones y otras somos espectadores. A veces esa identidad es explotada hasta que pierde su significado. Como cuando se repite una palabra muchas veces hasta que nos queda un puño de sonidos disociados. En pos de la identidad nacional se han envilecido rituales para convertirlos en espectáculos. Otras veces se han higienizado espacios y costumbres hasta el punto de arrebatarles el sentido. Se han masificado destinos hasta hacerlos colapsar; hasta que se secan, se pudren, se quiebran o, simplemente, “ya no son lo mismo que antes”. Ese “antes” que algunas veces significa crímenes contra la naturaleza y otras tantas veces es invocado para romantizar la miseria. En nombre de la identidad, que por principio no puede haber una sola en un país tan vasto —ni en uno pequeño, pues hasta de una casa a otra lo que las divide no es una pared sino una frontera—, se han querido “conservar” las expresiones que nos dan identidad convirtiéndolas en productos; se han achatado muchas tradiciones y festividades, se han homogeneizado ciudades y pueblos que a veces da lo mismo estar en la plaza principal de un pueblito del occidente que de uno del sur del país. En mis vacaciones por momentos me sentí, aunque estaba bastante lejos de ambas, a veces en Tapalpa, Jalisco y otras en Pátzcuaro, Michoacán; un tanto por las calles uniformadas de rojo y blanco, por los papeles picados en los andadores, pero más que nada por las dinámicas tan similares en ciudades tan distintas. Las dinámicas de los turistas, claro.
Lo que más se repite en este tipo de turismo de folletín somos los mismos turistas. Nos hemos vuelto un cliché. Buscamos visitar los mismos destinos que otros tantos cientos de miles de turistas del mundo —incluso la palabra “destino” encierra esa obligatoriedad que han adquirido los lugares por visitar—, y vamos tachando en una lista real o imaginaria los logros alcanzados: conocer la Pirámide del Sol, bañarnos en Hierve el agua y en la Cascada de Tamul, pasear en camello y nadar con ballenas en Los Cabos. Las fotos vacacionales se han convertido en una versión de álbumes de estampitas coleccionables: la del atardecer en alguna playa del Caribe o en Mazatlán, la de los pies en la arena de Cancún, la panorámica desde la Pirámide del Sol o al lado de un Atlante de Tula. Ningún turista reconocerá la callada pero aguda desilusión que se siente al llegar a un “lugar imprescindible” de cualquier parte del mundo. Esos destinos anhelados nos parecerán pequeños, sucios, descarapelados; incluso si al principio nos sorprenden por su belleza o majestuosidad la desilusión silenciosa se manifestará en cuanto descubramos lo artificial y ridículo que resulta comprar un boleto para poder caminar en un bosque o jalar la palanca de un excusado en medio de una ruinas milenarias. La sentiremos al descubrir piedras superpuestas con materiales modernos para figurar el esplendor perdido de una época a su vez mitificada, o cuando escuchemos la llamada de atención a un paseante que se ha trepado a un lugar prohibido para conseguir una foto “única”. Se siente cuando hacemos fila para tomarnos la foto “clásica” del lugar, o cuando encontramos la misma artesanía a la venta en unas ruinas mayas, zapotecas o toltecas, o bien en playas del Pacífico, del Caribe o del Golfo. La sentimos reptando nuestro corazón de turista cuando al lugar “desconocido”, “privado” o “exclusivo” llega toda clase de gente, como si, por principio, existieran las “clases de gente”.
Por lo general los mejores sitios son los que descubrimos por sorpresa, o mejor dicho, los que no contaminamos con nuestros expectativas. Lo mejor de las vacaciones radica en soltar la rutina, en probar otras cosas, en darnos tiempo para lo simple —como hacer una larga sobremesa—, y para eso no es necesario viajar cientos o miles de kilómetros. Además, nunca es necesario demostrar cuánto orgullo nos da ser mexicanos, al mundo le bastaría con que fuéramos humanos intachables. Todo lo demás es una baratija turística en descuento o una estampita más de la colección de una turista del montón.
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