
Reflexiones Apátridas
Las cortinas metálicas del cuartel se levantan a diario a las cinco en punto. Los capitanes entran veloces y se ponen en acción. No se escuchan órdenes, cada quien sabe lo que tiene que hacer, lo que está a su cargo. Uno de ellos pone a calentar el agua para el café, pues ya ha adquirido el sabio conocimiento de que no existe una mejor forma de comenzar el día. Llena una olla enorme y al encenderse esa primera hornilla se inauguran las múltiples faenas que hará el cocinero durante la jornada.
El espacio es pequeño, pero con artilugios de toda clase se arma un comedor, una gran cocina y hasta un almacén; al final del día y con otra clase de magia se compactará todo aquello de nuevo en el diminuto local. Del techo cuelgan ollas limpias y quietas, como si hubieran sido descubiertas infraganti en un baile aéreo clandestino. Están agarradas de un asa, de una oreja, de una mano o de un pie; juntas esperan pacientes desde la noche anterior para volver a calentar toda clase de comidas. También lo hacen los utensilios de cocina que están en su propio espacio, como una caballería ordenada en filas de uno en fondo que, con infinita paciencia, aguarda el momento de entrar en acción.
La primera olla en bajar, claro, es la del café. Ufana se regocija con las llamas que le calientan sus faldas de peltre. Recibe gustosa las pirámides de piloncillo y el bastón de canela que vierten en el interior de su boca de agua caliente. Cuando hierve aquel caldo perfumado en sus entrañas le agregan el café. El olor es irresistible y despierta con sus embrujos a todos los que están inmersos en sus tareas. Entonces se reparte dicha pócima revitalizadora, pero nada se detiene, las tazas se malabarean en las manos de los hábiles hombres que siguen entregados a sus tareas; que dicho sea de paso, ver en acción es todo un espectáculo. Sus maneras a veces burdas y a veces finas, según se requiera, nos parecerán eficientísimas y perfectas.
Han pasado tan solo unos minutos y el lugar está armado por completo; incluso se han sacado otros objetos prescindibles y al mismo tiempo necesarios para el día a día: manteles de colores, velas para el atar, la sábila para la buena suerte, el bote para las propinas. Por supuesto el corazón de la batalla se libra en la estufa, que para entonces ya echa fuego por todas sus bocas; y en la plancha, esa cama caliente y lisa en donde nacen las tortillas, nuestras gloriosas glorianas, regentes de todos los platillos.
La barra del local es ya un largo comedor equipado con sus banquitas altas, ahí encontraremos tacitas con hierbabuena, tazones con chile martajado, saleros con sus panzas llenas de arroz y cristales, cucharas acurrucadas en el bote de los cubiertos, en donde también figuran algunos tenedores despeinados, pero no cuchillos —de ser necesario cortar algo se hará con un triángulo de tortilla entre los dedos que dividirá y recogerá la porción exacta para un bocado.
El menú ya luce feliz con su lista de platillos llamados a las filas; ¡Estamos listos! parecen decir desde las ollas de posaderas calientes. Así parecen gritar las jarras de agua fresca de horchata rosa y la de tamarindo con sus entrañas de hielos, y los batallones de refrescos de colores en el refrigerador luminoso. ¡Estamos listos! se dicen sin decir nada los encargados de ese local feo y hermoso a la vez dentro de un feo y bellísimo mercado municipal al que fui a desayunar.
¡Pásele, jefecita!, me dijo uno de los muchachos cuando me vio pasar y me cantó de memoria el nombre de los platillos mientras me invitaba a sentar. Uno de esos nombres me sonó como encantamiento, y realmente lo fue: caí rendida a su influjo.
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