Laberintos Mentales

Por Arantxa de Haro / Imagen: Implosión. Julia Lillard Art

A través del vidrio de la ventana, el mundo se desteñía dejando el panorama en una escala de grises, sumida en la desesperanza mis córneas reflejaban mi  estado interno. La efervescencia de una estática que se manifestaba en mis oídos tan fantasmagórica que seguro era sólo la psique gritando en el abstracto. Sólo enmudecida con la lágrimas en los ojos, me acompañaba el impulso de muerte sentado a lado de mí. Me visitaba como una gripa que se contagia.

Si en ese momento mis células hubiesen querido mandar todo al carajo, y hubieran querido perder voluntariamente la homeóstasis, me hubiese deshecho como un líquido y mis entrañas se habrían fundido y colado entre los pequeños agujeros del textil de mi asiento. Sin embargo, lo único que ocurrió es que las lágrimas se me escurrían por las mejillas mientras me quedaba dormida. Despertando, el deseo de morir me había abandonado.

La razón detrás de ese cambio anímico no me lo explico aún. Pero así como llegó, se fue. El cerebro es un ente maravilloso que no comprendemos del todo, habríamos que cuidarlo y procurarlo, y sin embargo lo tomamos por sentado: no dormimos lo suficiente, consumimos sustancias reguladas o no reguladas sin pensar en las consecuencias, nos exponemos a riesgos emocionales, nos exponemos a personas perjudiciales. Pensamos que es un órgano que no se enferma, no obstante, cuando lo hace, sufrimos tremendamente. Nadie está exento.

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En el asiento del auto se sentaba aquella pulsión, justo a lado de aquel erudito psiquiatra. El sanador diagnosticaba delirios, veía pacientes y prescribía medicamentos en aquel hospital psiquiátrico en medio de un paraje de maíz. Tan alejado de la ciudad, pocos eran los automóviles que pasaban y pocos los edificios, por lo que quienes trabajaban por allí todos se conocían. Ese día, la pulsión le agarró la mano al doctor, y la guío hacia la palanca de velocidades, le acarició la sien, y lo poseyó. Sin siquiera pensarlo, terminó estrellado en una zanja, y de puro milagro, fue salvado por el personal del hospital. Al final, tuvo que ser internado, y el doctor se convirtió en el paciente.

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Tanto a él como a mí nos visitó aquel ente extraño que es esa pulsión. A veces se manifiesta de diversas maneras, y convive con nosotros constantemente. La diferencia es el estado en el que nos deja o nos posee. Me queda claro que en mi caso, fue un efecto colateral de haber convivido varios días con la muerte, con el miedo y el terror ajenos que sólo causaron me quedara drenada. En su caso desconozco, sin embargo no sería extraño que al igual que yo, el riesgo psicosocial al que estaba expuesto también lo hubiese derrotado. Por la poca consciencia que he adquirido al respecto, por lo menos podré identificar más claramente cuando eso venga hacia mí, podré encararla aventurándome a mirar hacia los cuencos sin ojos de aquella figura monstruosa y podré cuestionarle la razón por la que ha decidido seguirme. Sólo así no sucumbiré al impulso de implosionar.

Por Arantxa De Haro

Escritor amateur, multidisciplinario por pasatiempo, aficionado a los idiomas

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