REFLEXIONES APÁTRIDAS
Por Vonne Lara / Imagen: Adrian Esthela Flores
Cuando era niña no me gustaba ser mujer porque eso conllevaba una serie de reglas injustísimas que minaban mi libertad. Muchas, sino es que todas las mujeres, sabemos bien de esto: “No te trepes ahí, no te sientes así, no digas esas palabras, no te acerques allá”; también: “Ponte esto, ¡Dios, eso no!, calladita, sentadita, peinadita, educadita, y un sin fin de diminutivos tiránicos que nos desgastaron el entusiasmo de vivir.
Cuando fui adolescente tampoco me gustaba ser mujer porque eso conllevaba además de la serie de reglas injustísimas que minaban mi libertad, un montón de expectativas y juicios castrantes que me abandonaron en los infiernos de la culpa, por mi gran culpa. Viví el desarrollo de mi cuerpo con mucho dolor y vergüenza; lo sentía como un enemigo por llamar la atención, porque provocaba que los hombres se acercaran a tocarlo —así, como si no fuera mío, ajeno, extraño y peligroso— mientras que me ahogaba de miedo y de culpa cada vez que sucedía. No bastaba entonces con estar calladita, sentadita, peinadita y educadita, como no bastó tampoco cuando fui niña para que un hombre respetara mi cuerpo, mi salud, mi voluntad, en fin, mi vida.
Ser mujer me daba pena, me sentía en desventaja. Además de las reglas injustísimas de los demás, mi cuerpo tenía las suyas, creció ajeno, desprolijo, desvergonzado, arrojaba sangre, me tumbaba de dolor. Aquello era temible y un asunto feo, incluso vendían las toallas sanitarias envueltas en periódico y en una bolsa negra.
Cuando fui adulta no me gustaba ser mujer porque aunque había seguido las reglas no tuve recompensa alguna, ni siquiera libertad, por el contrario se sumaron más expectativas, más cosas que complir: casarme, tener hijos, ser ama de casa, pero también profesionista, independiente, luchona, eso sí, obediente, sentadita, peinadita, educada.
Debo decir que la flamita de la beligerancia siempre estuvo prendida en alguna de mis habitaciones interiores, tal vez porque la voluntad y la libertad se doblan pero nunca se rompen. Sabemos bien que esa lucha es personal, pues hay muchos demonios que combatir, mucha culpa que drenar, muchas capas sucias que lavar. El suceso decisivo fue cuando tuve una niña: ¿iba a implementar el mismo método castrante, las mismas reglas injustísimas, la mismos cortes a su libertad, la iba a sentar, callar, peinar, la iba a juzgar? El espejo que es la crianza me enfrentó a mi terrible imagen: una mujer que siempre renegó de serlo. ¿Y si ponía en duda todo, y si había otra forma de ser mujer? La había, la hay. Encontré historias de otras mujeres, de verdaderas guerreras, hermanas que lucharon incluso por lo que daba por hecho: votar, salir a la calle, tener una propiedad, estudiar. También encontré que la lucha sigue y se hace día a día, que la puedo hacer desde casa con mis hijas, poniendo en duda todo lo que nos dijeron, haciendo todo lo que dijeron que no debemos hacer; pero también sé que a veces hay que salir a las calles, salir despeinadas, vociferantes, audaces, desnudas. Porque los hombres —sí, no todos— parecen no entender que las cosas han cambiado, que es su turno de poner en duda todo lo que les dijeron, todo lo que son.
Me gusta ser mujer y esto lo aprendí gracias a otras mujeres. Por eso, aunque me duelen mucho los casos que han avivado el movimiento feminista, me entusiasma la voz de las chicas, los pañuelos verdes, los morados, los bailes, la brillantina, las pintas a los monumentos. Claro que tengo miedo, estoy segura de que muchas lo tienen, de que las que somos madres nos hemos sobresaltado más de una vez con pesadillas impronunciables que por indolencia e impunidad otras han vivido. Qué bueno cuestionarlo todo, criticarlo todo. Qué bueno que no son las formas, qué gusto romper los moldes, reivindicar el enojo de las mujeres de “histeria” a una respuesta obvia ante las injusticias. Pero sin duda lo que más me entusiasma es ver a chicas cada vez más jóvenes, incluso niñas, que se unen a la ola verde. Sé bien lo que esto significa, que aquellas reglas injustísimas con las que fui educada no les harán mella, que desde ya las han puesto en duda, que además de eso ven su cuerpo de otra forma, por eso exigen que se respete y poder decidir sobre él, decidir sobre lo propio. Las veo y veo a mis hijas. Por eso ya no me detendré, ni me sentaré, ni me callaré y no las mandaré a sentarse, ni callarse jamás.
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