Por Elizabeth Osorno / Imagen: Save the Children

La primera vez que escuche “me violaron”, me sentí confundida, fuera del contexto de una adolecente, fuera de los problemas comunes por las que llorábamos, sentí pánico, incertidumbre, ansiedad, fue la primera vez que me dieron ganas de reventar todo de un golpe. Ella tenía 8 años cuando la violaron, yo 12 cuando la escuché.

El Infierno siempre estuvo rodeándome, vacilando, jugueteando, saludándome; no se trataba de no verlo, de que no existiera, me di cuenta que era el conjunto de gente hipócrita que diariamente convivía conmigo, con nosotras, hombres que normalizan las relaciones “afectivas” forzadas de niñas-hombres, es decir, con conocidos, familiares, amigos; obligándonos a saludar al tío mano larga, al tío castroso, al primo mayor sobreprotegido que siente que todo se debe a su existencia, al padrastro con falso cariño, obligando a mostrar un poco de condescendencia, con una sonrisa, un beso, dando la mano, vaya mostrar “educación”; ya todo era un circo, una mentira, cuan hipócritas.

Les escuchaba decir que la inocencia de una niña es lo más hermoso, que con las niñas no se mete uno; a muy temprana edad me entere que no solo, no es verdad, me entere que con la bandera del amor también se engaña al más inocente y se traiciona muy bajo; la analogía de mi sentir la podía explicar así, cuando las niñas que no tiene regalos bajo el árbol un 6 de enero, creen que no dieron con la dirección los reyes magos, pero no se les dice que no existen; ese día a mí me aventaron en la cara la verdad, NO EXISTEN. Traicionada y horrorizada por todos los hombres, cómplices de tan asqueroso acto, tapaderas de un ser que no tiene escrúpulos, que no tiene justificante alguno; me cuestionaba días después ¿de qué otros actos son cómplices?

Hoy cumplen muchas niñas 9 años, la sensación de alivio al pasar esta edad, es tan aberrante que a veces no la soporto, el síntoma que me da ese parámetro me hace consiente de la nula garantía de que van a estar a salvo, de que ese parámetro es muy alto hoy en día, de que la edad de una niña solo es una cifra para estos hombres promedio con diarrea mental, con deseos torcidos, escondidos en los privilegios de un sistema que odia, ignora y oprime a las mujeres desde su nacimiento.

Las amenazas que lanza un violador son un juego para esté, así como palabras que se toman como cumplidos en voz de las pequeñas, pero es la vida en sí misma para ellas lo que estará en riesgo, es decir, cuando no se les escucha con atención, cuando se duda al contarnos del miserable comportamiento de un hombre para con ellas, cuando algo les incomodó, cuando no quieren saludar, cuando evitan algo, es casi imposible que alguien tan inocente lo pueda descifrar o darle nombre, así que antes de pensar en las consecuencia y dar castigo, y revictimizar, escuchemos silencios, abracemos el cuerpo herido y eludamos la disculpa tardía.

Tener de frente el sistema patriarcal es un hecho, es inevitable; enfrentarlo, desde entonces, ha sido la mejor manera que he tenido de defenderla, de no ignorar el infierno que cinco niñas diariamente padecen; la sonrisa de cada niña es el recordatorio para seguir intentando su empoderamiento, seguir en esta batalla cultural, seguir intentando una equidad. Que su herencia sea no callarse, que solo ellas deciden sobre su cuerpo, que se sientan siempre fuertes, que siempre se puede sanar acompañada. Deben saber que el miedo solo es una herramienta que cobardes infunden en su contra, que les falta empatía y respeto, y que jamás fue su culpa.

 

Por Arturo Rodriguez García

Creador del proyecto Notas Sin Pauta. Es además, reportero en el Semanario Proceso; realiza cápsulas de opinión en Grupo Fórmula y es podcaster en Convoy Network. Autor de los libros NL. Los traficantes del poder (Oficio EdicionEs. 2009), El regreso autoritario del PRI (Grigalbo. 2015) y Ecos del 68 (Proceso Ediciones. 2018).

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