Laberintos Mentales
Por Arantxa de Haro / Imagen: Pintura, por Karin Zeller
Cada hogar en el que se crece es diferente. Mi amigo, fascinante coleccionista de banderas, cuenta que al crecer la vida era maravillosa, que realmente nunca sufrió falta de amor. Otros me cuentan, con lenguaje críptico, que nunca pudieron confiar en sus propios familiares. Para T la experiencia de visitar a sus padres resulta regresar a un nido geométrico cuya forma ya no calza con la propia.
Entrar en esa oscura morada sin aire fresco, es como entrar en una cueva en medio de una ciudad. Hay tantas cosas apiladas que pareciera que aquellos objetos apelmazados empiezan a ser parte de la morfología de la casa, como si fuesen absorbidos por aquellos muros. Cada vez que visitaba, había menos espacio para transitar, como si el tiempo transcurrido y el espacio vacío fuesen dos funciones inversamente proporcionales, tanto así que buscar un asiento en el que uno pudiera reposar pareciera una tarea similar a jugar tetris con el cuerpo, puesto que las sillas eran ocupadas por todo menos por lo que uno pensaría, así que con mucha pena uno terminaba apilando bultos sobre bultos.
Cuando T era infante, sólo había un clóset donde se colocaban los tiliches. Ahora había tres habitaciones más ocupadas con objetos obsoletos, partes de ordenadores que datan de los ochentas, discos con software Windows 95, libros enmohecidos de a montones, ornamentos de navidad que han sido sepultados entre la basura y lo inutilizable. Y todo aquello se fue acumulando bajo el pretexto de que algún día podría ser útil, por lo que no podía ser desechado.
Las bicicletas que nunca aprendió a montar T también estaban allí, inutilizables por lo oxidadas y nunca utilizadas porque no se les permitía salir. El nido fungía como una jaula, una jaula en la que cada vez se vivía más apretado. Como aquella casa era tan oscura, deprimente era estar allí. T siempre soñó con la libertad de evitar quedarse atrapada entre objetos, entre memorias, entre polvo. Cuando salió de allí, después de año y medio, al regresar, encontró que su cuarto ya no estaba, que había lugares sin usar, y lo único que había era un lugar de sobra. Obvio ya no había lugar para sus cosas, ni para ella. Como los meses de gestación, no pasaron más de nueve meses antes de que el sofocante ambiente la expulsara de nuevo.
Una discusión con su padre, el silencio perpetuo de su madre, y la depresión que se asomaba en el rostro de su hermana, fue lo que la despidieron. Siempre había sido así. Un silencio sepulcral que rodeaba a T evidenciaba que ella no conocía en absoluto a su padre y a su madre. T, quien no comprende porque ellos dejan todo al último, que en la desidia se podrían acumular décadas, que no se atendían problemas de salud, y cuyo dinero se evaporaba para comprar objetos, temía T, fueran a sucumbir en una avalancha bajo su propio peso y enterraría a aquellos pájaros extraños con los que convivió y creció pero nunca comprendió.
Nadie sabía lo que sucedía allí hasta que T salió, hasta que T les dijo a sus tíos, hasta que T les dijo a sus abuelos, hasta que T le comentó a sus compañeros de trabajo, hasta que T me compartió esto. El terapeuta de T se atreve a decir que tal vez aquella casa es el espejo de la mente de sus padres. Sin embargo, tan compleja y tan confusa, incluso aunque siendo su familia, no convenía siquiera averiguar la razón de todo ello. En ocasiones intentar comprender la psique de otros termina absorbiendo a quien se aventura. Tal vez, de ser así, ella terminaría absorbida por aquel nido de pájaros extraños.
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