Laberintos Mentales

Por Arantxa de Haro

Aquella plaga zoonótica, exótica y ajena, se posó sobre la faz de la tierra reclamando nuestros excesos. Como un veneno, desalojó plazas, escuelas, centros de trabajo, lugares de esparcimiento. Hizo que los humanos se encerraran (los que pudieran) y se aislaran. Y entre esa extraña época, la naturaleza ha ido abriéndose camino, recuperando sus espacios perdidos.

En el encierro, me encuentro entre las sábanas y las cobijas, y aquellas vaporosas cortinas que sólo se sostienen con clavos y estambre. El peso de aquel velo asincrónico que se posa sobre mis ojos llamado somnolencia, ha llegado a mí por la falta de luz y la monotonía del ambiente. El cansancio extremo de la rutina que ya no realizo, ha dejado mi cuerpo marchitándose poco a poco, como las raíces de un árbol ya muy viejo. Entre la pérdida de la noción del tiempo, busco la poca energía que tengo y hago revisión de memorias de aquellas épocas en donde me pesaba salir a trabajar por las dificultades laborales, sin sospechar que en algún momento estaría confinada.

Creo que hemos olvidado que nosotros también somos animales, que ostentamos ser racionales. Y entre aquel maravilloso órgano que es el cerebro, al cual conocemos tan poco, nos ufanamos de tener estándares de neuronormatividad, tal que ante cualquier neurodivergencia nace el estigma, y los apelativos lastimosos que hacen que muchos de nosotros nos hayamos estado escondiendo como un camaleón social. Sin embargo, entre nosotros creo que podemos olernos, encontrarnos y comprendernos. Nos vemos reflejados en el espejo de la otredad y encontramos simpatía y comunidad. Aunque a veces el romantizar dichas conexiones puede ser peligroso para alguna de las partes, puesto que fuera del ámbito de lo neurotípico, los anhelos humanos pueden llegar a ser siniestros.

Él era un hombre de nariz aguileña, voz nasal, rostro pálido y lentes. Su intelecto, innegablemente arriba de la media, se hacía mostrar entre argumentos que sensatamente no caían bien con la gente de su alrededor, puesto que terminaban sobajando a la persona de enfrente, y mostraban una arrogancia inconmensurable. Sobra decir que no era bien recibido y no tenía muchos amigos. Entre los tantos argumentos que exhibía ante otros, como nadie es infalible, logré encontrarle errores, los cuales, disculparán no pude evitar señalar. Fue así que nació una relación que rayaba entre la competencia y el afecto.

Recuerdo vívidamente que en el plano común pudiéramos haber estado en un café cualquiera, y en el plano interno parecía que estuviésemos en la mente del otro. Fue la primera vez que me sentía atravesando un laberinto. Mientras que yo intentaba descifrar porque era tan peculiar, la conversación y las palabras parecían perderse en el contexto, la atmósfera pesada pudo haberle afectado, y entre tanto lo cuestioné sucedió algo: enmudeció, se le perdió la mirada y tomó mi mano con fuerza. En ese momento me perdí. Simplemente movió algo en mí y en él que nos enganchó.

Las siguientes semanas fueron caóticas. Entre que llegué a encontrarle espiándome, y entre que yo conocía demasiado bien su andar, empezamos a sentir con mucha fuerza lo que uno o el otro hacía. Pasábamos tiempo juntos, pero él de repente se alejaba sin explicación, y si lo ignoraba me acosaba. Un eterno estira y afloja que terminó por absorberme. Y en una de esas, en el diván, empecé a sentir que yo no era más que un objeto, o que simplemente yo era una extensión de él. Me sentí un espejo más que una persona. Me despersonalicé.

¿Quién pensaría que pudieses absorber los síntomas ajenos? Ello no cayó en gracia a mi terapeuta, y me explicó con mucha delicadeza que él, a quien mucha simpatía le tenía, no tenía la culpa de tener una estructura mental tan fragmentada en donde su sentir, su pensar y su actuar todo distara. Sin embargo, era mi deber salvaguardarme y distanciarme, por lo que empecé a hacer labores. Tuve que investigar acerca del mal que aquejaba a ese lobo herido, y trazar una estrategia. Una vez que hube comprendido todo lo anterior, lo listé sin nombrar el mal y procedí a citarlo en aquel mismo café donde todo había empezado (después de debatirme un buen rato pensando en la mejor estrategia).

Él llegó tarde, y yo puse imaginariamente el tablero de ajedrez y las piezas. Conforme la conversación iba avanzando, iba mencionando los puntos de mi lista, de repente lo hacía reír, de repente lo hacía pensar, abría la conversación y lo cerraba. Para que me soltara (figurativamente hablando porque su acoso era reiterado), tuve que deliberadamente tocar temas sensibles de los cuales por privacidad, no tocaré aquí. En la crueldad de lo trazado, el costo calculado, vi sus ojos enrojecerse ante la presencia de las lágrimas. Pagué la cuenta y me fui. Al final, sentí como si hubiera logrado hacer jaque mate con un peón que atravesó el tablero para hacerse reina. Fue una partida que puedo decir con seguridad construyó una amistad fuera del ámbito obsesivo, más distante pero más sana.

Y ante el tiempo congelado que se presenta en esta crisis sanitaria, a veces me imagino volver a sentir esa euforia, pero también llego a pensar en lo destructivo que es estar en un situación así nuevamente. Ante los eventos extraordinarios que nos envuelven no puedo sino preguntarme qué hará ese lobo ahora que todos nos hemos vuelto criaturas contemplativas y enjauladas. Me queda claro que esa vez destruí la posibilidad de volver a jugar ajedrez con él, sin embargo ante el aburrimiento si eso fuera posible, una partida más haría más llevadero el encierro.

Por Arantxa De Haro

Escritor amateur, multidisciplinario por pasatiempo, aficionado a los idiomas

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