
Por Rodrigo Díaz Montes
Esta es una historia que pasó hace ya muchos años. Antes y después de muchos capítulos entre Carolina y yo…
-¿Vamos a comer?- ella mandó ese mensaje en la mañana, a eso de las nueve. Me agarró desayunando un café y unos tacos recalentados de la noche anterior.
-Si, te veo en la escuela- respondí sin darle mucha importancia, era un lunes de verano ocioso. De esos que se pueden confundir con el viernes, o el domingo. En ese momento de mi vida yo me la vivía en la vagancia absoluta. Tomaba mucha cerveza con mis amigos de la colonia, caminaba mucho y la música me acompañaba a todos lados en mis audífonos Sony de 99 pesos, que no sonaban muy bien, pero aguantaban la chinga.
Me preparé para el encuentro, terminé de comer, subí a mi habitación; recoger la ropa sucia, tender la cama y todo lo demás. Me desnudé y ahora a bañarse y lavarse los dientes. En ese momento mi cabeza estaba muy ocupada en manterme funcionando y no pensé en lo que podía pasar más tarde. Perdí el tiempo en lo que llegaba la hora de partir.
Llegada la hora, decidí no tomar el coche y utilizar el metrobús, con audífonos puestos y zapatos cómodos emprendí ruta para llegar a la escuela. Entre los empujones y el calor de las 2 de la tarde en el MetroBus vibró mi teléfono, me retorcí para sacarlo de mi bolsillo.
-Vienen Marcela y Sebastián- ella escribió eso creyendo que se de quien habla, ni siquiera sospecho quienes son. No me importa, la quiero ver a ella, como sea, con quien sea.
-Excelente- Respondí sin pensar que el lobo había abierto sus fauces para morderme una vez más.
La vi en la escuela, como habíamos quedado, a las 3 de la tarde.
–Te presento a mis amigas, vamos.-
No respondí, solo la seguí hasta donde estaban sus amigas. Inmediatamente algo captó mi atención, están bañadas de perfumes dulces, como para emborrachar hasta a las abejas. El aroma a fruta artificial me llegaba hasta los ojos, los cuales me dolían por la mezcla de dulzura, luz del lugar y los remanentes de la resaca que ni el café ni el duchazo pudieron remover. Saludo de forma cordial, pero indiferente, yo no podía pensar en otra cosa más que en esa dulce pestilencia.
Carolina me presentó a sus nuevas compañeras de la universidad. Recién entró a estudiar Derecho y yo llevaba un par de años en la facultad. Tal vez tenía uno que otro consejo de cómo sobrevivir en ese lugar, con esas condiciones. El exceso de perfume, sea fino o corriente, termina rememorando una estética barata o un burdel. En realidad esa mesa parecía más un almacén de plásticos, con aromatizante para ocultar el feo olor a petróleo procesado.
-Ellos son Marce y Sebas, van a ir a comer con nosotros- dijo mientras apretaba mi antebrazo, como queriéndome mandar una señal, que a la fecha no me queda clara.
-¡Que gusto!- respondí, aún no quedaba muy claro cuál era el plan, ni a qué hora quedaría libre, ni a qué hora iba a poder callar los ruidos de mis tripas pidiendo comida. Estuvimos unos 45 minutos ahí, teniendo pláticas superficiales.
Marcela, la amiga de Carolina, es una mujer muy rara. Guapisima, muy sensual, pero nada de mi estilo, a mi me gustan más ensombrecidas, más como Carolina. Marcela mucho más luminosa, muy impulsiva en sus acciones, pareciera que no pensara en las consecuencias. En sus comentarios se nota algo que falta, algo que solo da la experiencia, el kilometraje recorrido, malicia le llaman algunos.
Sebastián es un sujeto raro, parece idiota, pero solo parece. Hoy en día es un muy admirado y querido amigo. Desde el principio me cayó bien. El era el único hombre antes de que llegara yo, es el novio de Marcela. Platicar con él es una verdadera delicia, sabe cómo abordar un tema de conversación, sabe que decir y cuándo decirlo. Además de un fabuloso archivo de chistes, habilidad muy olvidada, siempre agradable.
Psicología es una carrera que a Sebastián le embona perfecto, en realidad parece idiota por que es un tipo callado, que analiza todo. Afortunadamente no se dio cuenta de lo que pasaba entre ella y yo. No pudo deducir una pasión tan obscura, pisoteada por las malas decisiones y por el tiempo. O tal vez porque solo vienen de un lado, del mío. El muchacho terminó estudiando Derecho y en realidad es muy bueno en eso.
A Carolina la conozco desde que éramos unos niños. Es vecina mía, aunque no de puerta. Compartimos muchas veces el viaje en el camión a la escuela preparatoria, y cuando conseguí mi primer coche ella fue mi copiloto durante muchas mañanas. En esos viajes sé que me enamoré y verdaderamente.
Me enamoré de ella cuando dormía durante todo el camino tratando de reponer los minutos de sueño perdidos la noche anterior. Ella tiene un pleito personal con las siete de la mañana. Y yo me enamoré de ella justo a las siete de la mañana, despertarla era una labor que se pagaba con insultos y malas caras. Y en esos momentos decidí que quería entregarme a ella, al 100 por ciento.
Muchos dolores me trajo el haberme enamorado de ella. No se si en algún momento ella se enamoró de mi. Pero se que muchas veces me correspondió. También se que nunca me permitió amarla como quise, siempre fue de lejos. Al momento de confesar mi amor, ella regresó con su exnovio y eso me trajo problemas con él, nada interesante ni digno de ser contado aquí.
-Vamos al mercado del Carmen a comer, tengo mucha hambre- dijo Carolina sin pedir opinión.
Así es ella, dominante, fuerte, impositiva.
A la pobre la rompieron muy temprano y desde entonces ya no entra luz, pero esa es otra historia. Eso me gusta, tanto como a ella le gusta que la vea hacia arriba. Nadie respondió nada, pero todos le dimos a entender que estábamos de acuerdo. Cuando por fin se levantó para irnos me alivié de ya no tener que estar en ese zoológico de olores plásticos, ni cerca de gente plástica. El hambre se me había olvidado ya.
-Estoy muy cansada, Ro. ¿Manejas?- me preguntó Carolina mientras revisaba el teléfono y me extendió la llave colgada del dedo índice, con el brazo doblado.
-Sin problema- le respondí yo.
-¿Marcela y Sebastián traen coche o se vienen con nosotros?- pregunté, pensando en que Sebastián es un hombre muy grande y el coche de Carolina muy pequeño.
-Vienen con nosotros, ahorita nos apretamos-
Y vaya que si nos apretamos. Viajar en un fiat 500 con dos hombres de talla grande, mochilas y la cajuela no disponible era complicado.
Iba manejando el huevo gris de Carolina, camino al mercado del Carmen cuando le llamó Melissa, quedaron de armar unos tragos después. Con el deseo de estar con ella el mayor tiempo posible, logré por fin crear un plan para el resto del día.
–Pongo mi casa- Dije antes de que colgara.
-Dice Ro que pone su casa, vente de una vez- Dijo Carolina al teléfono.
-Ro es mi amigo, del que te había contado la semana pasada… Vive en Coyoacán, a nada de mi casa… por eso, ya vente… no pasa nada, te va a caer muy bien y aparte me conoces a mi y él dijo que no hay problema…
No conocía a Melissa en persona, solamente de oídas, en alguna de las cenas secretas que tenía con Carolina cada tanto. Pero con tal de seguir con Carolina, encantado de recibirla.
En ese momento no pensé que el lobo había abierto su hocico para morderme, que me quería matar. No para comerme, ella quería masticarme, escupirme, largarse. Quería dejarme sangrar hasta morir. Y yo me estaba adentrando en sus fauces abiertas.
La historia entre Carolina y yo es bastante añeja. Siempre me ha tocado salir lastimado, algunas veces sólo con moretones, otras veces malherido. Ella me ha reventado el pecho en varias ocasiones. A partir de esa etapa donde uno vive los primeros amores, y naturalmente las primeras decepciones amorosas, ella ha estado presente.
Desde la preparatoria, ella se escapaba de la rutina, su novio y su casa y cenábamos juntos en algún restaurante o bar del centro histórico de Coyoacán, jugábamos a ser adultos. Inevitablemente esas cenas terminaban en borracheras y con algo de suerte en un beso cuando la dejaba en su casa al final de la noche. Esa fue una tradición que duró muchos años, y no sé porqué.
Me gustaría decir que ella es sólo una más, pero no es así. Ella fué muy especial, como una adicción, de esas que no permiten concentrarse en mucho más. Son muchos episodios, casi todos bastante más tristes que éste. Pero como dije, ella era una adicción, y sabiendo que iba a perder, siempre jugué con todo, a ganar.
Por fin llegamos al lugar donde comeríamos, el valet parking estaba carísimo. Cobraba 60 pesos por ir a estacionar el coche en la calle. Mejor lo estacionamos nosotros y con esos 60 pesos compramos un paquete de cigarrillos. Encontrarle lugar a un Fiat 500 no fue tan complicado. Bajar si lo fué, estiramos las piernas, pasamos por unos Lucky Strike y entramos.
Es uno de esos “mercados” donde hay tablones comunes, cada quien escoge un estilo de cocina que va desde la “cocina americana” hasta lo “Ovolactovegetariano” y una cerveza Victoria cuesta 70 pesos.
La comida no fue importante, no pasó nada más allá de encontrarme a un antiguo amigo, Benito. Él me marcó en su personal universo como a Caín. El pobre tonto decidió creerle a su novia psicopata por encima de un amigo de años, como lo fui yo. Pero esa es una historia que no ha terminado y que saldrá también, en otro momento. Pedí una tlayuda de tasajo oaxaqueño que en realidad no estaba mal, tampoco fue espectacular. Cumplió con el objetivo de satisfacer mi apetito.
Al terminar, Carolina me pidió que encargara dos tragos, uno para ella y otro para mí. Me entregó la tarjeta con la que ella invitó esos tragos y me dio la clave
-0502- me dijo al oído mientras me agarraba el hombro.
Me levanté y caminé hacia la barra, tratando de memorizar la clave.
–Dos Gin & Tonic, por favor.– Le dije al hombre detrás de la barra.
–Por supuesto, ¿te cobro?– me respondió con una sonrisa tan pronunciada que delataba falsedad.
Le entregué la tarjeta de Carolina, 0502 tecleé en la maquinita cobradora… aprobado, retire tarjeta.
–¿En dónde estás sentado?– Me preguntó el de la barra.
–En la segunda mesa, con la chica de la blusa azul marino.
–Excelente te los llevo en seguida- Me respondió y solamente en ese momento me vió a los ojos, antes solo estaba fingiendo que me veía. Aproveche ese momento para pedirle un favor. Como un idiota de esos que hacen platica en los elevadores, ahí estaba yo, confesándome ante un extraño. Sin las palabras propias de la confesión, hice la voz más segura que pude
–Bien cargados, por favor– le dije mientras le dejaba un billete de 50 pesos.
El hombre los agarró sin pensarlo
–Claro, la botella hoy pesa más– respondió con cierta incomodidad, pero con el compromiso y pena que el aceptar el billete implicaba.
No recuerdo de qué iba la plática con Sebastián y Marcela, pero para ese momento, con la alegría que da la barriga llena, dejaron de ser extraños y se habían convertido en verdaderos y buenos amigos. En realidad es muy difícil acordarse de cómo o porqué uno se hace de amigos nuevos, y en realidad no importa. Pedimos un par de tragos más, estábamos haciendo tiempo para que Melissa llegara. Melissa no había salido de su casa, entonces en realidad solo estuvimos ahí dejando pasar al tiempo. Que, siendo honesto, con el calor de esa tarde los ginebras sentaron muy bien, refrescaron y embriagaron un poco el ambiente.
Como postre, yo tuve que lidiar con la incomodisima mirada rencorosa de Benito durante un rato más. A su salida pasó a mi lado y me miró con verdadero odio, pero supongo que por respeto se despidió de mí. El mayor orgullo de un resentido es la falsa educación que posee, “valores sagrados que le inculcaron en casa”. Todo “resentido con educación”, como especie, se identifica con la parábola de la otra mejilla; no se porqué.
–Pues vámonos ¿no? -dijo Marcela con una voz que ya arrastraba ligeramente las erres y las eses. Sebastián inmediatamente me volteó a ver, preocupado de que su novia haya dispuesto de mi casa.
–Si, vamonos– respondí mientras le guiñaba el ojo a Sebastián.
Yo estaba tan cómodo con mis nuevos amigos y tan gastado en la cartera que en realidad la propuesta de Marcela la sentí como oxígeno puro.
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