Fotografía: Jan Kaluza / Unsplah

Reflexiones Apátridas

Sin lugar a dudas los mejores vecinos de mi cuadra son cuatro ficus benjamina, un limón, un aguacate, un naranjo, dos fresnos y un par de neem. Uno de los ficus vive afuera de mi casa, y según las reglas de las banquetas tengo potestad sobre él. Aunque a decir verdad lo dejo hacer lo que le dé la gana y no lo meto en cintura: crece a sus anchas y no le mando a hacer recortes a su follaje en formas contra natura como cuadrados, medias esferas o de hongo como al resto de los ficus de la cuadra, en cambio lo hemos podado lo mínimo y su copa ya está muy alta. Por estas desobligaciones ha sucedido lo peor: da sombra hasta a media calle, a la habitación principal y a la sala de nuestra casa, y en estos inclementes días de primavera cobijamos el auto debajo de él.

Uno de los ficus es un pobre sujeto que vive en la casa contigua, pero es muy diferente al nuestro, parece un poodle en manos de un humano con grandes necesidades afectivas. Su aspecto es lastimoso: sus ramas han sido convertidas en muñones y tiene apenas unas bolitas muy redondas de follaje que el vecino —por orden de su esposa, doña L.— recorta religiosamente cada quince días. Me da pena ese pobre ficus, sobre todo porque observa como el nuestro se extiende hacia todos lados orondo e imperturbable, incluso hasta le da un poco de sombra a él mismo. A veces me da la impresión de que le gustaría mudarse lejos, o al menos a un metro de donde se encuentra. Los límites de las banquetas tienen, para bien y para mal, las cualidades de las fronteras, y, contrario a lo que pueda pensarse, los humanos reconocen esos territorios, incluso si los transgreden. Por eso doña L. ve con asco nuestro ficus pero sabe que no puede hacer nada, y yo veo el suyo y le digo, lo siento, amigo.

Si bien lo último que se oye en el día en esta cuadra es la música del vecino, lo primero que se escucha son los escobazos de doña L. —barre que te barre, saludo, plática, vuelta a barrer. El frente de su casa mide aproximadamente seis metros; si multiplicamos esa medida por los 90 centímetros de la banqueta, obtendremos 5.4m2 de área por limpiar. Ahora bien, doña L. tarda en barrer alrededor de 1 hora y media, eso quiere decir que barre .06 m2 por minuto. El punto de todas estas matemáticas innecesarias es demostrar que doña L. se toma su tiempo, pero es que además de barrer procura la paz y el orden de todos los vecinos de esta y la siguiente cuadra: si el hijo de don C. ya consiguió trabajo; si el de la oficina de la esquina ya pagó, por fin, el predial; si los de la otra esquina ya hablaron con el otro vecino para que no estacione el auto “en su lugar”.

Me apena que que doña L. lleve una vida tan dura. Sobre todo porque nosotros le ayudamos muy poco, pues a diario sufre nuestras tropelías; nuestra sistemática desfachatez, nuestro salvajismo más grosero: no barremos la banqueta, no recogemos a diario lo que ella llama “basura” pero yo llamo “hojas”. Como si esto fuera poco, por temporadas el dadivoso limonero que crece en nuestra pequeña jardinera también estropea el orden que ella guarda con el celo de Cancerbero: tira azares olorosos como un endemoniado. El limonero, ese desvergonzado que tira miles florecitas apestosas para anunciar su fertilidad, sabe muy bien que no debe crecer hacia el otro lado, pues rama que atraviesa la frontera de doña L., rama que es cortada, en cambio ha crecido como una especie de tejabán sobre nuestra ventana. Eso sí, los frutos de este sinvergüenza sí los disfruta doña L., “Ni modo que se acaben tantos limones ustedes solos”, dice,  —y tiene razón—; argumento que también utiliza para cosechar naranjas agrias y deliciosos aguacates mantequilla.

A los ojos de doña L. nuestra banqueta a veces es un bacanal que ella ha decidido bautizar como “la muestra de nuestra falta de educación”. Lo sé porque una vez la escuché decirle a eso a otra vecina —una que sí barre, no como otras— cerca de mi ventana, hablaba entre cuchicheos y gritos sobre nuestro comportamiento salvaje, o mejor dicho, sobre mi comportamiento salvaje, pues de las cinco personas que vivimos en la casa obviamente soy yo, la madre, esposa y mujer, la que “debería mantener limpio”. Ella no lo sabe pero desde ese día me propuse barrer aún menos y jamás meter en cintura al ficus greñudo y al limonero escandaloso que además de “hacer pura basura” es hogar de, qué horror, una comunidad de aves cagonas y gritonas, entre las que destaca un presumido cenzontle políglota. Estoy dispuesta a hacer todas esas cosas horribles porque no quiero perder el honor de ser la peor vecina del mundo de doña L.

Por Vonne Lara

Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Mamá cósmica.

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