Fotografía: Gustav Gullstrand / Unsplash

Laberintos Mentales

“Liminalidad” es una de esas palabras que se entremezclan en mis memorias de noches de lluvia, un tanto pretenciosa y a veces malinterpretada. La luz de la farola daba directamente sobre mi ventana, el piano reposando bajo la sábana, el olor a tierra mojada, mientras escuchaba a Alexander Malofeev tocar. Los recuerdos del maltrato se asomaban como pesadillas mientras dormía en la cama de aquel cuarto en casa de la abuela. Esos meses conocí un poco más al mundo y a su gente, iba y venía del café, las caminatas largas. Ver el amanecer en ciudad industrial, sentir la ansiedad en mis piernas, reducirme a lágrimas en el pavimento. Fue una época de altibajos emocionales, tormentas internas.

Aquellas tormentas de verano donde un Uber me dejaba por haberme tardado, donde un día era soleado y el otro se caía el cielo. Un día estaba en Ciudad de México y otro en Querétaro o Guadalajara. Donde escribía con el estómago, y ocultaba mis pensamientos. Donde el silencio se volvió un arma, y pude irme sin dejar rastro. Aquel momento en el que empecé a superar el duelo, me mudé de ciudad y volví a independizarme.

Me llaman resiliente, yo pienso que constantemente transiciono. Hay temas que ocupan mi mente durante semanas, meses o años, los mastico hasta incorporarlos y digerirlos. Fue ese año de lluvias que mi búsqueda irracional de encontrarme me llevó como una hoja por el viento hacia personas diferentes y situaciones que para mí eran desconocidas. Mi armario cambió del monocromático y eterno negro a un pequeño arcoíris de posibilidades. Volví a la escuela, viajé al mar sola.

Solo fui consciente de mi situación cuando durante una cita sosa con un médico, tocó el tema del momento: un libro que había estado leyendo. Mi mente entró en proceso cíclico y compulsivo, y en mí se manifestó la verborrea donde evidenciaba lo que en ese momento me aquejaba. Le dije que había conocido a alguien que no podía descifrar, que me había llevado al libro en cuestión y que me angustiaba sentir como si su mente estuviera en el límite de adentrarse a un terreno desconocido. Yo, me sentía parada en la frontera de aquel oscuro bosque y me encontraba sopesando si seguir por los senderos que la brújula de la mente de ese sujeto me indicaban. En un fuerte arrebato y con los ojos razados por unas tímidas lágrimas de angustia, le dije a ese desconocido: “siento que si atravieso nunca volveré a ser la misma”. Aquel médico conservador y joven de cuyo cuello se asomaba un escapulario de la virgen del Carmen, me abrazó por lo que creo fue un impulso de salvamento propio de su profesión y arraigado en su pensamiento judeocristiano. Nunca le volví a ver pero eso no importaba, incluso ahora ni siquiera recuerdo su nombre.

Tanto tiempo después recordar esa época me deja un sabor metálico en el paladar, y cierto vértigo. Tienen un aroma abstracto y genera impotencia. Me siento en estos momentos viviendo otra vida, y siendo otra. Creo que sin siquiera darme cuenta, atravesé la línea que tanto temía, me encuentro dentro del bosque aún explorando, y como lo sospechaba, saldré siendo otra.

Por Arantxa De Haro

Escritor amateur, multidisciplinario por pasatiempo, aficionado a los idiomas

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