Foto: Alex Pasarelu / Unsplash

“Para salir de una cárcel mental basta con dar un paso fuera de ella.” Más o menos así va el kōan que una vez le escuché decir a Alejandro Jodorowski en una conferencia. Él, además, dio un paso al frente y señaló el espacio en donde había estado “encarcelado”. Aquel vacío inexistente se me quedó grabado a fuego en la memoria.

Tenía descubierto el vientre. El doctor puso un gel que dijo estaría frío. Estaba helado. En realidad no necesitaba su confirmación, la precisión cronometrada de mis ciclos me había advertido desde hacía unas semanas que algo estaba ocurriendo en mi cuerpo. El médico señaló sombras, algunas luces y yo confié en su palabra de que aquellas eran mis órganos internos. Sí, aquí puede verse, confirmó. Respiré hondo. De pronto el doctor se quedó inmóvil y yo me paralicé. Dudó y supongo que me vio aterrorizada porque me dijo de inmediato: Todo está bien, no se preocupe… dígame, ¿en su familia hay antecedentes gemelares?

“Yo sé lo que te digo, está embarazada, se le nota en los ojos.” Así le escuché decir docenas de veces a mi abuela. Nunca falla. Un día llegué y me dijo: A ver. Me observó con sus ojos grisáceos, con ese aspecto propio de las miradas de vieja sabia. ¿Cómo se siente? Me preguntó retórica —es imposible que luego de diez embarazos ella no supiera lo que se siente. Estoy bien, atiné a contestar. Te ves bien, contestó. Algo en su respuesta me dio alivio. Eso fue en mi primer embarazo. En el segundo, en cambio, me dijo: Me preocupas. No tuve respuesta y ella tampoco la esperaba.

¿Cómo se sale de una cárcel mental? Dando un paso fuera de ella, recordé. Lo hice. Me gustaría decir que ese paso que di fue hecho con arrojo, con seguridad, pero no. Temblé, lloré en incontables ocasiones y varias veces quise regresar a la orilla “segura”.

Llegué al hospital con la fuente rota. Ese día por la mañana me levanté de la cama y un río comenzó a manar entre mis piernas. Aquella señal acuosa me dejó indefensa. Había entrado a una batalla en la que creí debía de luchar. Error de estratega. Esa batalla se libra en rendición. Rendición al cuerpo, a la sangre, al dolor, al miedo. Aunque la sabiduría de todas las mujeres de mi familia me acompañó en ese pasillo largo y cruel de la sala de partos, hubo brutalidad, burlas, condescendencias. Mal pronóstico. Golpe en el pecho. Es muy probable que muera una de las gemelas, me dijo la única doctora que me trató con dignidad.

¿Cómo se sale de una cárcel mental? Dando un paso fuera de ella. Sin embargo la culpa es una cárcel con tentáculos invisibles y larguísimos. Ventosas dolorosas. Mamá, es posible que solo una de las niñas se salve, le confesé cuando me llevaron a mi habitación. Lloramos juntas. Dolor de madres. Dolor arcano. Sueño anegado en la culpa, peligroso. Mallas de operación, suero intravenoso, gorra ridícula. Quirófano frío. Conversaciones estúpidas, casi abyecciones. Anestesia epidural. Punción atroz, relámpago en la espina dorsal. Entumecimiento, frío feroz. Mareo, sensaciones sanguinolentas, esencias primigenias. Un llanto. Dos. Culpa. Silencio.

Mi hija mayor conoció a sus hermanas una semana después. Habíamos librado una batalla. Cunero de enfermos, anemia, Apgar de niveles pavorosos. Bajo peso. Leche a cuenta gotas. Pero quizá la vida es la verdadera prueba. Sobre todo para unas niñas prematuras, con la vida prendida de un alfiler, con una madre sepultada en la depresión. En el desamparo de sí misma.

¿Cómo se sale de una cárcel mental? Dando un paso fuera de ella. La primera vez que me di cuenta de que yo, como todas las mujeres, había tenido la opción de no ser madre fue cuando mi hija cumplió un año. Desandé mis pasos en mi memoria. Esa posibilidad siempre estuvo ahí, me dije. Cárcel mental. Reproche. Culpa. Arrepentimiento indecible. El segundo embarazo me enfrentó a otros dilemas, a otros abismos. Indecible, indecible, indecible. Censura cruel. “Me preocupas”, eco doloroso, culpa afilada. Tuve miedo, lloré de miedo, berreé de miedo. Solitaria, solísima. Indecible, indecible. “Nada puedo hacer”, me dije. Derrota de la insomne.

Ser madre y no querer serlo es un sentimiento impronunciable. Nadie está dispuesto a aceptar siquiera que existe esa posibilidad. Nadie. Contra natura. Prohibición falaz. Pétrea. Asedio incansable bajo la injuria del instinto maternal. Y tal vez lo que se necesita es, de nuevo, la rendición. No como una derrota, sino como un gran acto de amor. Amor a una misma, a nuestros tiempos únicos, salvajes. A la vida misma. Al margen de todas las reglas estúpidas que a todas las mujeres nos escriben en la frente y en la voluntad desde la concepción. Abracé mi maternidad, en ambas ocasiones, porque así lo quise, porque así me salió y me sale de los ovarios. Porque la rebeldía es amor o no es. Y si hubiera decidido lo contrario, porque sí, porque así me hubiera salido de los ovarios, también estaría adscrito al amor. Amor a mis deseos. Una promesa: nunca más una imposición. Soy madre bajo mis propios términos.

En el valle de la rendición cabe la no-lucha, la paz, la resiliencia. El arrepentimiento se transfigura en posibilidades de vida y de amor. Y en esa tranquilidad quedaron abolidas las expectativas hacia mis hijas, hacia su cuerpo. Dos consignas: la maternidad como opción, el maternaje como decisión. ¿Cómo se sale de una cárcel mental? Volando.

 

 

 

Por Vonne Lara

Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Mamá cósmica.

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