
Reflexiones Apátridas
Entre las cosas más divertidas y bonitas que se pueden leer en Las aventuras de Tom Sawyer, está la conocida parte en la que Tom debe encalar una cerca y con engañifas hace creer a los niños, que pasan por ahí para burlarse de él por su penosa tarea, que aquello es tan importante y satisfactorio que pronto le ofrecen pagos para tener un turno para pintar. Al final de la jornada el pequeño pendenciero hace un recuento de sus ganancias: “doce tabas, parte de un cornetín, un trozo de vidrio azul de botella para mirar las cosas a través de él, un carrete, una llave incapaz de abrir nada, un pedazo de tiza, un tapón de cristal, un soldado de plomo, un par de renacuajos, seis cohetillos, un gatito tuerto, un tirador de puerta, un collar de perro (pero sin perro), el mango de un cuchillo y una falleba destrozada”.
Rememorar nuestra niñez siempre será un acto brutal. Porque el ardid de la vida es el tiempo que emborrona los golpes y exacerba la añoranza —y extender frente a nosotros la ilusión de un futuro promisorio. Es brutal observar a esos pequeños que fuimos con la capacidad para ser felices aún intacta, también si nos fue arrebatada muy pronto —revivir la muerte que todos llevamos dentro: el momento exacto en el que dejamos de ser niños.
Rememorar nuestra niñez también consiste en mentirnos un poco, hacernos un poco los locos para no volvernos locos, un poco ciegos para no sacarnos los ojos, un poco sordos para no volvernos lastimar los ya de por sí mutilados tímpanos del amor propio. Cuando se abre la oportunidad de contar un asunto de esa época repasamos las pérdidas, las ganancias, las transformaciones, la sencillez y, sí, la brutalidad del paso del tiempo. Esos objetos, eventos y seres entrañables del pasado forman nuestro botín —sí, porque se los arrebatamos al olvido— que, al igual que Tom al final del día de la cerca, contiene cosas útiles pero también un montón de quincalla que de igual manera atesoramos. Por un lado resulta entrañable la facilidad con la que podíamos ser felices y por otro es desolador que esa capacidad se diluye de forma implacable, no solo durante nuestra vida sino desde siempre. La dulce estima por los objetos y asuntos simples es un acto de amor menospreciado.
Rememorar la niñez es caer embelesados a su influjo. En mi botín hay: una tele en blanco y negro que encendía con una perilla, un arroyo que ya no existe, dulces ácidos, un tren de los Transformers, un borrador en forma de corazón, una vara del árbol con la que buscaba agua, hilos para amarrar mayates, Circe, nuestra caniche negra, un mantel a punto de cruz, una mochila de lona amarilla, un bote verde para las tortillas, un suéter tejido rosa con negro, un robot de pilas. Muchas nalgadas, castigos, vestidos horrendos, comidas intragables, pero también hay piñatas, muchos pasteles, varias canciones de Silvio Rodríguez, un reloj con calculadora, una cámara Instamatic, un Atari, muchas cartitas en hojas de colores, un teléfono naranja de cuerda, mi sudadera favorita de Batman.
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