Camino de jacarandas. Patricia Martínez Luna

El aroma a lavanda impregna mi habitación. Mi debilitado olfato sólo puede oler muy pocas cosas, por lo que he elegido esa fragancia de primavera mientras recuerdo las jacarandas de abril y mayo. De niña encontraba el color púrpura tan reconfortante, tanto que me había olvidado de la sensación tan suave y abstracta en mí que me generaba. Estos reconfortantes días de encierro, mirar series y navegar entre el desbalance que monsieur Ménière genera en mí cuando me susurra al oído, visitándome y moviendo mi mundo cuando he abusado de la cafeína. Entre la información que he decidido absorber en estos días, se asoma la posibilidad de vivir con vértigo el resto de mis días. Las nubes del vaporizador intentan ser el paliativo ante la debilidad de mis pies, el cosquilleo de la sien, y la coordinación temporalmente perdida. Los breves episodios de espasmos me recorren el cuerpo mientras que mi canino amigo me ve, y piensa que estoy jugando, por lo que me lame las manos. Entre la risa nerviosa y mis incontrolables movimientos, intento decirle que se aleje mientras qué pasa el temblor. A los pocos segundos pasa, por lo que me quedo descansando en lo que me regresan las fuerzas.

Sin embargo, cuando la situación no es tan complicada, mi refugio es una silla blanca, un pequeño escritorio y la vista de un enorme libro de botánica que reposa a lado de madame Moliner. Pensar que mi mundo y fascinación por las flores por el momento tendrán que ser aliviados con el Libro de las Flores de Pierre Joseph Redouté, me hace pensar que esta nueva normalidad, no la de la peste, sino la de ésta propia que no tiene crisis nerviosas pero tiene breves episodios epilépticos es más tolerable.

Por Arantxa De Haro

Escritor amateur, multidisciplinario por pasatiempo, aficionado a los idiomas

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