LABERINTOS MENTALES

Fotografía: Cole Keister. Unsplash

El verano en estas partes del país es más fresco que la primavera. Las lluvias que vienen por los huracanes llegan hasta aquí como chaparrones. El viento se cuela por las ventanas en forma de un silbido que asemeja los gritos ahogados de alguna voz humana. Su corporeidad inexistente pudiera ser el símbolo de un mal augurio. Acompañado del sonido del golpeteo de las gotas de lluvia que estruendosamente se abalanzan contra mis ventanas, la estática de esas llamadas con la abuela. Me pregunta si estoy bien, que si estoy durmiendo, comiendo bien y tomando mis medicamentos. A todo le digo que sí, aunque sé que si me levanto de la silla en donde estoy reposando, mi mundo empezará a girar en esa mala pasada que es el vértigo.

Lamentablemente, nuestras conversaciones ya giran alrededor de la pérdida de nuestros conocidos. Empezó hace dos semanas, mi abuela perdió un pariente. Me lo decía la abuela a través de mis audífonos, mientras yo recorría el camino a casa volviendo de la veterinaria, puesto que había ido a vacunar a mi compañera canina. Sólo saliendo de casa para algo necesario. Para mi abuela, una mujer cuya ansiedad en ocasiones le domina, la noticia que me decía le caía como balde de agua fría. En mi caso, los ansiolíticos me estaban haciendo bastante resistente al horror. Sólo recuerdo haberle dicho: “ya sabíamos que esto iba a suceder”.

Aquella anestesia emocional que me invade me tiene funcional. Supongo que de estar en el mismo estado de hace poco más de un año, mantener esta cordura no me sería posible. La semana transcurrió. Mi amiga, quien vive en la capital ya cuenta 5 compañeros de trabajo muertos por la pandemia. El tiempo sigue transcurriendo, y mi abuela cuenta otro conocido entre las bajas, y el doctor de una tía en estado crítico. Todo por lo mismo. Los rumores se expanden. Amigos que se recuperaron tras un mes de convalescencia en casa. Y en contraste, la gente caminando por las calles de Mi Pueblo, como si nada sucediese. Es imposible mantener esta tranquilidad por siempre. Tan solo estamos justo a lado de una de las ciudades con mayores casos de este país… y en realidad, este es uno de los países con mayor cantidad de fallecimientos. ¿Podremos acaso mantenernos igual de indiferentes indefinidamente? ¿Cuál es la medida adecuada del miedo? Temo estar demasiado indiferente y tranquila, demasiado aplanada. Sin embargo agradezco que aún pueda irme a dormir.

Por cierto, hay gente que de repente visita mis memorias, que aparecen como destellos. Antiguos amores o gente que me fue muy cercana un tiempo, y que ahora la distancia del encierro no me hace extrañarles, e incluso llego a pensar que su pérdida tal vez no sería impactante como lo pudo haber sido en otros tiempos. Regreso a mi vida diaria, con pocos altibajos, con una relativa paz. Me levanto lentamente de mi silla blanca, con el miedo que no sólo el vértigo termine tumbando, sino que la misma situación termine con la paz que tanto siento.

Por Arantxa De Haro

Escritor amateur, multidisciplinario por pasatiempo, aficionado a los idiomas

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