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Reflexiones Apátridas

Puedo escribir los ensayos más tristes este día. Escribir, por ejemplo: “El día está soleado…” Sin embargo, suena el timbre, me levanto, abro, niego que voy a comprar un tapete tejido. Puedo escribir los ensayos más tristes este día. Escribir, por ejemplo… Suena el timbre, me levanto, abro y recibo unas cartas —mejor sería decir la verdad: eran unos lamentables estados de cuenta. 

Puedo escribir los ensayos más tristes… Suena una campana inequívoca, me levanto con urgencia —así se atiende siempre ese llamado— corro al patio, cargo una bolsa, tomo unas monedas al paso, activo el interruptor del cancel, abro la puerta. Los señores de la basura acostumbran a seguir sonando aquel cencerro ensordecedor a pesar de que todos los vecinos ya estemos afuera de las casas, con la obediencia propia de los soldados rasos, agitados, despeinados, en fachas, con nuestras bolsas en las manos. Nadie quiere sentir la desolación y, peor, ser objeto de las miradas socarronas que todos los vecinos estamos obligados a dirigir a aquel infeliz que sale a destiempo a tirar la basura. No hay nada más humillante que devolvernos a la casa con nuestras porquerías en la mano. 

Puedo escribir los ensayos… Eso pienso mientras estoy tocando el timbre por tercera vez. Cuando salí a tirar la basura una corriente de aire azotó la puerta y me quedé en la calle descalza, sin brasier —no podría ser de otra forma—, aunque por fortuna sin basura. Nada pudo evitar que los vecinos fingieran congoja ante mi situación. Yo también fingí, puse cara de que aquello no era un asunto mayor y timbré con aire de suficiencia. La segunda vez que timbré hasta hice un ademán de que había cometido un exceso, pues alguien —imaginario— ya venía a abrirme.  

¿No es acaso contra natura timbrar en nuestra propia casa?, ¿por qué en una casa ajena el tiempo de espera para que nos abran es prudente mientras que en la nuestra cada segundo es una grosería? 

Luego de timbrar por quinta vez me rindo. A estas alturas mi dignidad es ya solo un recuerdo, así que grito el nombre de mi hija mientras toco con los nudillos en la puerta y en las ventanas. Atiende el perro, se asoman los gatos. Por fin un humano viene a abrir. ¿Qué pasó?, me dice. A veces la vida cotidiana se nos va en contar lo cotidiano. 

Puedo… lavarme las manos. Hay días en que los más valdría irse a dormir desde el mediodía.

Por Vonne Lara

Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Mamá cósmica.

Un comentario en «Los peores vecinos del mundo (VII)»
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