Isai Ramos. Unsplash

Me siento frente al espejo, miro mi rostro que, como el de cualquier otra persona, tiene surcos que se forman por los pequeños poros, la erosión del ambiente, y el peso de los años que van pasando dejando un rastro indeleble. Como si no me hubiera reconocido, como si no me hubiese visto en años, me percaté que había descuidado un poco mi persona. Desmejorado aspecto fue el que recibió mi reflejo a través de esa barrera introspectiva que es esa lámina plateada. En el proceso de encontrarme tras esa imagen duplicada de mí, me llegó el recuerdo del rostro de ese joven que tanto se cuidaba con cremas, líquidos tonificantes, pinzas. Su personalidad, un tanto robótica, hacía parecer que tal ritual tan minucioso no asemejaba un común cuidado del rostro, sino que asemejaba la construcción de una máscara. Su inexpresividad cubrían con un manto los pensamientos que rondaban su azotea. Y en el engaño, me encontré con lo que yo pensaba era un atolondrado extranjero que simplemente podía vivir dentro de las reglas de su mundo.

Poco a poco las palabras que me contaban dejaban ver vagamente un pedazo de su mente, y aunque contaba que él había salido de su país por la aventura, tirando todo lo que tenía, su vida y amistades, pareciera que el precio era irracionalmente alto para llegar a un país que odia, tanto como a su gente como a sus costumbres. Sin embargo, entre más le prestaba atención, mi persona se desdibujaba, mi claridad mental se nublaba, y sólo escuchaba cuando me decía que yo era la demente, que yo había perdido la cabeza. Aquella candela de luz que cegaba mi criterio hizo que tuviera que compensar la serotonina perdida por los constantes descalificativos con pastillas. Pasé años en una niebla espesa que vaciaba mis pensamientos. La única energía que me quedaba se volcaba en lágrimas. En su momento no entendía por qué estaba tan mal.

Un día llegó a ese lugar que coincidíamos un muchacho esotérico, limpio y ajeno. Encontré en un extraño la confianza de asesorarme, de medir mi tristeza. Poco a poco me fue intentando guiar sin saberlo, fuera de esa niebla. Sin embargo lo que me terminó arrancando de allí fue otro extraño a quien sólo vi una vez, cuya presencia no es propiamente la de un ángel o un ser inmaculado. Es simplemente un ser camaleónico discípulo de Pessoa, quien no sólo tiene un rostro, sino que tiene miles. Nunca intenté averiguar nada de él, incluso ahora considero una bendición no conocerle.

Pasó el tiempo y pareciera que cuando me recuperaba, las pistas de ese rastro digital que hedía a podrido, dejaba al descubierto nuevamente la cara del extranjero farsante. Sin más, me comuniqué con alguien que le conoció antes de mí. Me escuchó, me comprendió. Pasaron las horas y por fin pude ver todas las piezas del rompecabezas.

En ese juego de varias personas, una mente maestra de los números, del dinero, dejó migajas de pan cerca para alertarme. Sin conocerme, sin siquiera mirarme, simplemente sabía que aquellos rastros terminarían por quitarme la venda. Podía ver como el rostro del infeliz se fisuraba. Entre las miles de anécdotas se escuchaba la del farsante intentando suicidarse para llamar la atención. Ese impulso desesperado para quitar el dolor al abandono. De la vez que, tornándose en un monstruo iracundo intentaba golpear a quien le llamaba su amada, dañando puertas, gritando. De las otras ocasiones que dejaba ropa interior ajena, comprada y usada en el fondo del closet. De como había un altar con fotos de niños, con imágenes ajenas, con pertenencias de otros. De montón de tiliches que parecían trofeos, como lo era ese trozo de papel higiénico ya acartonado, que se guardaba en una bolsa ziploc para mantener su frescura. Fotografías de otras mujeres, recuerdos de viajes cuyo propósito sólo era un desfogue. De un conteo que llevaba, de un vacío que se mostraba cuando lloraba desconsolado cuando alguien de su vida se iba, se desaparecía, moría o le abandonaba. Y así, de como conseguía la dirección de quienes le intentaban dejar.

Historias que encajaban con mis recuerdos de la ropa interior, del papel, de las fotos, del vidrio roto, de las cicatrices, de todo aquello que no le hallaba sentido, que terminó formando una imagen. La tristeza y desilusión de todo se volcó ante mí, sin embargo aprendí a comprenderles suficientemente para alejarme. De aquellos amores similares a este que sólo habrías de cambiarle el rostro, el nombre, y las circunstancias. No obstante, el núcleo el mismo, es aquel de alguien a quien intentarle rehabilitar es una misión suicida. No puedo sin más decir, que lo más sano es huir sin mirar atrás. Aprender del dolor y desprender. Ser consciente que nunca nada fue culpa de quienes le rodeábamos. De una manera tan dolorosa, terminé afinando el radar de mis límites.

Por Arantxa De Haro

Escritor amateur, multidisciplinario por pasatiempo, aficionado a los idiomas

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