
Jugaremos en el bosque mientras el lobo no está aquí, porque si el lobo aparece, a todos nos comerá: lobo, lobo ¿estás ahí?
Mirando a esos niños comerse al mundo: hablando dos o tres idiomas al salir de preescolar, armando una orquesta sinfónica en cuarto año de primaria, opinando sobre política y globalización en quinto año, preocupados por definir su identidad de género en sexto; supe que una época había terminado. Consciente estoy de lo iluso que es comparar dos épocas diferentes, no en balde he vivido en tantas, pero la nostalgia, ese sentimiento tan infravalorado en estos días que le pertenecen a la inmediatez, hizo presa de mi errante corazón. Supe que ya no habría niños jugando en el lodo o a los encantados, las calles no se usarán nunca más como canchas profesionales de futbol, ni yo jugaría con ellos atravesando sus cabellos, haciéndolos perder de vista el balón con un pequeño ventarrón que los obligue a cerrar los ojos, ya no voy a hacerlos correr cuando arme, de la nada un remolino. Y si alguna vez Walter Benjamin y Giorgio Agamben hablaron acerca del empobrecimiento de la experiencia, necesariamente, tendrían que haberse referido a la niñez.
No es que piense que los niños de esta época deben ser educados a la vieja usanza, sólo creo que esa magnánima experiencia de ser niño, generación con generación, se reduce más y más, hasta que un día sólo les quede esa parte en la que son bebés, esa parte que generalmente no recuerdan. Jamás recuerdan cuando aprenden a caminar o hablar, esas memorias les son transmitidas por familiares a través de sus propias vivencias, por lo que son ellos quienes les tiene apego a esos recuerdos. Sin embargo, poder enunciar “tuve una infancia feliz” es recordar esos años de tierra y agua, esos juegos con hermanos y amigos, ese sueño conciliado como jamás se vera en la vida adulta, en la cual, después de una larga fila de fracasos todavía les reconforta el decir “pero fui feliz, yo fui feliz”.
Qué va a pasar con esos niños del futuro que empiezan a angustiarse por el éxito personal a los siete años, esos niños viejos que cargan esa estructura tan pesada de saber cómo será el resto de su vida a los 10 años. Con los niños la incertidumbre, como dicen en aquel pueblo en el que doy vuelta, “se limpia las chinguiñas”, porque ellos de verdad son lo que quieren ser, pero esos niños del futuro son lo que otros quieren que sean, ¡presionan, presionan, presionan!
Yo que he visto pasar muchas vidas, puedo afirmar que la mejor parte de la vida humana es cuando no se conoce la angustia, cuando lo único que se esperaba de un ser humano es que coma bien, que haga la tarea y que duerma a tiempo. Ahora se espera tanto de los niños, quieren que definan 80 años de vida en sus primero 10 años, qué peso tan grande, pero bueno, eso lo digo yo, que soy viejo y que he visto pasar miles y millones de infancias. Por lo menos a mí, esos recuerdos me quedan para la eternidad. Para ellos que son tan nuevos en el mundo diría que el lobo ya está aquí y es hora de que todos corran.
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