
CRÓNICAS DE CONSULTORIO
POR: NO HILDA
Las uñas con un esmalte color uva perfectamente despintado son de la consultante, las perfectamente mordidas son de la psicóloga. El contacto visual es aprobatorio: te veo, yo también. Luego, la sonrisa une un poco lo que separa la sana distancia.
Podría llamarse Rosario. La psicóloga no recuerda su nombre, a pesar de que sabe que el nombre es importante pero entre más parece saberlo, más parece olvidarlo. Tiene todos sus datos en la ficha de egreso, solo necesita regresar las hojas y leerlo, pero no lo hace, cree que no lo necesita. Rosario elige la silla de en medio sin voltear a ver los espacios, como si ya supiera que de un lado tendrá a su soledad y del otro a su tristeza, y la psicóloga, aunque a veces desvía la mirada, se esfuerza por ver solo a Rosario. Unos minutos bastan para que una tensión invisible brote en los espacios vacíos y con alusiones al clima o al tráfico, la psicóloga usa su humor para espantar esa tensión o para hacerla visible, así, al menos pueden estar pendientes de ella. El proceso terapéutico es mucho es eso: visibilizar los malestares para medirlos, olerlos, pesarlos, empujarlos o incluso abrazarlos.
—Esta semana he tenido muchas dudas. He estado bien, pero me he preguntado muchas cosas —Hay personas que llegan al consultorio y no sólo se explayan verbalmente, al mismo tiempo dejan su bolsa a un lado, sus audífonos al otro, su celular en la mesa, sacan su cuaderno, dejan la chamarra, su botella de agua en el piso; Rosario es del tipo contrario, ella tiene sus manos juntas, una sobre otra, arriba de su bolsa que está sobre sus piernas casi siamesas.
—Qué bueno que estás bien, pero, ¿a qué se debe que tengas dudas? —La psicóloga no deja de tocarse los dedos, tiene uno o dos padrastros dolorosos en el nacimiento de las uñas, y cada montón de segundos los toca aunque moleste un poco. Su pensamiento suele irse lejos de ella, y como si el dolor fuera el lazo que ata su pensamiento, lo provoca levemente para dar un jalón a las ideas irreverentes. Necesita un ancla al presente.
—Hubo un día en el que no me quería levantar. No tenía ganas de hacer nada y pensé que podría estar regresando a donde estaba antes. Me dio miedo. No quiero ser la que era antes, aunque sé que, en parte sí lo soy. Es como la mentada… normalidad… —Rosario parece el nombre perfecto para ella, pues sus palabras parecen desgranarse poco a poco conforme habla, va poniendo sobre la mesa idea tras idea sin perderse. Se va descompactando toda conforme pronuncia sus experiencias.
—¿La nueva normalidad? —La atención de la psicóloga debe ir adelante, debe imaginar los movimientos de Rosario traducidos en palabras. El primero en hablar es el cuerpo, las palabras solo confirman lo que ya se ha expuesto. La psicóloga se imagina acunando las manos para atrapar las ideas que se desprenden de Rosario.
—¡Ándele! ¡La mentada nueva normalidad! Así como uno se está adaptando a las nuevas normas, yo siento que me estoy adaptando a una nueva forma de ser yo misma. Y me da miedo —La mano derecha de Rosario sube, baja y casi baila cuando ella habla de sí misma, pero la mano izquierda está agazapada, tensa, como si cuidara un secreto.
—¿Miedo por qué? —Pregunta la psicóloga también queriéndole decir que su descripción ha sido perfecta pero necesita hacer muchas preguntas antes de hacer otro tipo de comentarios. Luego, con todas las respuestas, tejerá su contestación (si es que es necesaria).
—Pues, porque me da miedo estar en un sueño. —La palabra ‘sueño’ vibró en el aire de una manera extraña, tenía un peso distinto a todas las demás. Antes de soltar ese secreto, la mano izquierda de Rosario lo apretó como asfixiándolo, como si solo muerto pudiera salir sin arriesgar a que, de un momento a otro, cualquiera de las dos mujeres despertara. Luego, descansó su cuerpo y seguramente también su alma.
—¿Cómo en un sueño? —las manos de la psicóloga se distendieron sobre sus piernas presionando su propios muslos y pensó en los secretos como llaves hacia otras realidades. En ese momento, sus dedos nunca se tocaron, flotaban sobre sus piernas como balsas en medio del mar.
—Sí, es que… Me he sentido muy bien. No quiero que esto se acabe. No quiero despertar un día y estar peor que antes… Como la vez pasada hablamos del perdón y me pude perdonar yo misma, no me gustaría volver a culparme —Rosario baja la mirada un poco y junta de nuevo sus manos que se protegerse mutuamente.
—Mientras haya dudas, preguntas y cuestionamiento de si haces bien o no, te aseguro que vas por buen camino. Dar por hecho las cosas nos pone en un lugar de soberbia e imposibilita el cambio porque creemos que estamos bien. —”¿estoy soñando?” piensa la psicóloga tocándose de nuevo los padrastros mientras asegura sus ideas.
—También descubrí que todo lo que hacía por mi marido lo hacía para que me lo reconociera. Ando buscando en él lo que no tuve en mi infancia, pero ya entendí que él nunca va a cambiar. Mis hijas son mi ejemplo, ellas no se dejan de nadie, como lo hacía yo. El otro día le dije a una de ellas que las que hemos cambiado hemos sido las mujeres, que yo siento que los hombres están donde mismo, esperando que una les resuelva la vida y que estemos ahí por ellos y para ellos, pero ya estuvo suave —Rosario y la psicóloga estaban en un sueño. En el sueño de todas las madres, hijas, esposas y amigas. La voz de todas las mujeres viene de un sueño y sale acariciando los labios en forma de palabras llenas de emociones.
La psicóloga sonrió como se sonríe desde donde no se quiere despertar e imaginó a muchas mujeres habitando la garganta de Rosario, incluida ella. Se tocó de nuevo un padrastro y lo hizo con más fuerza para asegurarse de que en realidad estuvieran ahí ambas. Sintió su miedo y se lo apropió un poco. Estaban despertando. En el umbral ambiguo donde necesitamos ver el cielo para saber la hora, buscar el techo para encontrar nuestra edad o ver nuestra ropa para saber qué día es.
Según la OMS, la violencia de género es un factor de riesgo en las mujeres para todo tipo de enfermedades mentales, desde la ansiedad y angustia, hasta la depresión y la esquizofrenia. ¿Qué tan mal debe estar el mundo para que un buen trato, el respeto y la libertad de ser una misma sean experimentados como un sueño del que se teme despertar?
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