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REFLEXIONES APÁTRIDAS

Cuando vivimos en una ciudad, más que habitarla ella nos atraviesa con su filosa dicotomía entre el progreso y la precarización. Las ciudades siempre parecen estar en construcción, transformándose. En un movimiento que por un lado nos exige ser ágiles y por el otro nos deja exhaustos; e incluso puede llegar a quebrarnos. 

Por eso cualquier tipo de paz es para los citadinos una excentricidad, un lujo, una delicia: la de los parques urbanos, la de las calles poco transitadas, la de los pueblos aledaños. Pueblos a los que muchas veces vamos heridos de vida citadina y nos refugiamos en sus recovecos. Muchos citadinos, haciendo uso de nuestros privilegios, acostumbramos a salir a algún pueblito cercano de nuestra monumental ciudad capital. Vamos a ellos con la consabida soberbia de los que viven en la ciudad, muy parecida a la de los hijos caprichosos que exigen a sus progenitores que los entretengan con trucos y malabares, como si en vez de padres fueran, en el mejor de los casos, sus bufones personales. 

Algunos dirán, haciendo uso de esos eufemismos rancios para nombrar el supuesto progreso que los citadinos llevamos a todos lados, que eso provoca “una derrama económica significativa”, o bien, “un fortalecimiento del turismo local”. Y aunque esto puede ser cierto, también lo es que carecemos de humildad. Esa virtud nos queda grande pero eso no nos detiene de ir a los pueblos con aires de conquistadores y salvadores de su pequeña vida. 

El citadino que cada fin de semana “pueblea” exige con una mano y regatea con la otra. Alaba la sencillez de la vida cotidiana del pueblito que ha sido privilegiado con semejante visita gorda de la ciudad. Se sorprende de los precios de los alimentos más básicos mientras pide un platillo mexican fusion en platos de barro que en otro contexto jamás utilizaría. Transporta sus bicicletas importadas de materiales ligerísimos, sus cuatrimotos 4×4, sus tablitas de surf paddle o sus kayaks fosforecentes para poder divertirse, de otra forma ¿qué podría hacer?, ni modo que sentarse en la plaza a ver la vida pasar. 

Y es que, si ha de sentarse en la plaza debe de ser en algún restaurancito con mesas al aire libre con sus debidas sombrillas y sus calentadores de noche; de otra forma se corre el riesgo de que los citadinos lo encuentren incómodo y no se atreva a deleitar a los establecimientos con sus exigencias de niño mimado. 

A algunos pueblitos se les ha inmovilizado bajo la etiqueta de “mágicos”; otro eufemismo, este para la simulación de identidad que loa la vida pueblerina desde una visión paternalista y colonialista. Son pueblos condenados a lucir dos colores y tejabanes, rótulos a mano con las vocales flotando sobre una virgulilla y muchas veces con calles empedradas. Aspecto que nos sonará “pintoresco”, pero que solo se trata de un producto cultural prefabricado. 

Lo más cómico de este espectáculo de los que “escapan de la ciudad” los fines de semana se da los domingos por la tarde, cuando los citadinos viajeros retornan a su metrópoli con tierra en las botas y un bronceado presumible. Cuando, montados en sus autos con sus juguetes en el techo o en el remolque, se apelotonan en las entradas de la ciudad y forman largas filas de luces rojas que avanzan a vuelta de rueda. Los aventureros muy pronto olvidan la paz del cerro que subieron o la tranquilidad del río termal en el que se bañaron; entonces gritarán por la ventana, sonarán los claxones y dejarán en claro que los grandes barones han regresado a su territorio.  

Por Vonne Lara

Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Mamá cósmica.

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