
Y otra vez, para Diana
A lo largo del siglo XVIII y principios del XIX el pan ya era reconocido como uno de los alimentos básicos de la dieta novohispana que no podía faltar en las mesas. De acuerdo con Alejandro de Humboldt los habitantes del territorio novohispano consumían una gran cantidad de pan per cápita, aunque sus cálculos eran exagerados; de los casi 20 kilos que aseguró el viajero alemán, la realidad era que, en promedio, se consumían de 300 a 400 gramos de pan por habitante al día. Sin embargo, el consumo de este producto sólo se popularizó en las zonas urbanas. Por ejemplo, se calcula que había 48 panaderías, aunque eran muy diferentes a como las conocemos hoy.
En el ocaso del virreinato los lugares dedicados a hacer y vender pan realizaban tres clases de este producto: el pan especial, identificado con ingredientes y procesos europeos. En la Ciudad de México sólo había dos panaderías que lo elaboraban. El destinatario de esta clase de pan eran, principalmente, españoles y autoridades virreinales. Los panes característicos eran los denominados “franceses”, que hoy identificamos como bolillos, teleras y baguettes; el segundo era el pan floreado. Tenía un carácter más popular y cualquier panadería podía hacerlo. Sus principales consumidores eran mestizos y algunos indígenas; por último, se identifican dos clases de pan que podían ser consumidos por cualquier estrato social. Por un lado, el pan común, el más típico en las panaderías, y el pambazo y la semita. Estos dos eran panes hechos con residuos de harina o mezclados con harina de maíz, por lo que eran más baratos que el resto. Como podrá imaginarse, este pan era consumido principalmente por habitantes de la periferia o de escasos recursos.
Del mismo modo, estos tipos de pan se vendían en lugares distintos. El especial y el floreado se vendían en panaderías, mientras que el común, los pambazos y las semitas se vendían en pulperías, que eran el equivalente a las tiendas de abarrotes actuales. A su vez, en las pulperías se “remataban” los panes más baratos a los vendedores ambulantes para que a su vez estos los revendieran en las calles. Aun cuando parezca que la masificación del consumo de pan era sinónimo del establecimiento de una industria panificadora en la Nueva España, la realidad es que el territorio estaba muy lejos de cualquier industria. La elaboración aún era artesanal y reducida a unos cuantos. Lo más cerca de un proceso similar fue la invención de una máquina para cernir harina y amasar. No se sabe si el invento de Francisco Antonio Horcasitas tuvo algún impacto en la elaboración de pan, pero por lo menos no fue la piedra angular de una posterior industrialización.
Una nueva nación, ¿un nuevo sazón?
Durante el proceso de independencia de la Nueva España (1810-1821) hubo un boicot a los productos provenientes de la metrópoli, por lo que se promovió el consumo de artículos franceses, ya que ese país era, desde finales del siglo XVIII, un ejemplo político y cultural en América tras la Revolución Francesa. La panadería no se mantuvo al margen de esa influencia. Un pan relativamente popular entre los peninsulares y mestizos eran los bizcochos estilo europeos o el equivalente al pan dulce actual. Este sí existía hace más de 200 años, pero era elaborado sólo en fechas especiales y se regalaba en las panaderías. De esta forma, la entrada de la influencia de otra nación en la cocina se va a cruzar con el proceso de identificación de una nueva nación que buscó separarse de su antigua metrópoli.
La búsqueda de un discurso integrador de la nación ocupó un papel importante en los primeros años de vida independiente de México. Casi inmediatamente de la consumación se empezaron a redactar obras donde se plasmara la idea de nación. Del lado de la historia, el debate consistió en aclarar desde cuándo se era una nación; los debates coincidían en dos momentos: la época prehispánica y la Conquista. Un debate similar se trasladó a la cocina. ¿Desde cuándo se puede hablar de una cocina “mexicana”? De esta forma, en 1830 se publicó el primer libro que compiló recetas propias de la nación, El nuevo cocinero mexicano. Aunque resalta varios platillos que hoy son sinónimos de “mexicanidad”, la sección dedicada al pan dista mucho de enaltecer un discurso nacional.
El libro, ordenado en forma de diccionario, hace un recuento por la historia del pan y su adecuación durante la época colonial. La mayoría de las rectas que presenta son una mezcla entre panes y procedimientos europeos y elementos de la nación; así, hay recetas de bizcochos de maíz, de maíz con cacahuazintle y estilo pachuqueño; también hay pan de Turín, de Venecia, de Manheim y una receta de pancakes. A su vez, el libro trata de definir lo que debe ser una “buena mesa” servida o la forma correcta de comer. Este tipo de valores y modales provenían de Europa, principalmente de Francia, que durante el siglo XIX, junto a Inglaterra, marcaron los cánones de muchas prácticas culturales occidentales, entre ellas la comida.
La panadería y repostería francesa marcaron la pauta de la alimentación en México durante la primera mitad del siglo XIX. Incluso, aun con la intervención francesa de 1838, o Guerra de los Pasteles (irónico, ¿no?), el consumo de ese tipo de pan, así como la llegada de más panaderos franceses, no se detuvo ni pareció mermar.
En el caso de El nuevo cocinero mexicano, por lo menos en la sección dedicada al pan, combina la adaptación de versiones extranjeras a los productos de la nueva nación con el cosmopolitismo, aunque este es superior a las versiones “nacionales”. Es decir, por lo menos para la primera mitad del siglo XIX aún no hay una definición clara de los elementos que caracterizan al pan mexicano. En recetarios posteriores la idea se va a implantar, pero aún no se puede hablar de los antecedentes del pan que compramos todos los días.
Consulta aquí: Haz patria, cómete un pan (I)
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