Foto Doğukan Şahin en Unsplash

POR: SERGIO ALBERTO CORTÉS RONQUILLO

Puedo dar una lista de los libros que he regalado a gente que quería, porque no tengo imaginación para regalar cosas que no sean libros: pienso en la persona, me viajo en mi pequeño librero, y digo: “¡Este, claro que sí!”, luego voy a la librería y lo compro. Compré para regalar Ensayo sobre la ceguera, El péndulo de Foucault, Tim Botón y Lucas el Maquinista, Dioses Americanos, 1084, Memorias de un amigo imaginario, Guía del autoestopista galáctico, El evangelio según Jesucristo, Voces de Chernóbil, y otros más. 

Creo que es algo muy bello: que alguien piense en ti a través de un libro, nunca lo han hecho por mí, pero supongo que ha de ser muy bello. Una sola persona me dijo “Ah, estuvo chido el libro… sí, sí me gustó, claro…”. Por eso ya no regalo libros. Sin embargo, no los culpo: es un gusto adquirido desde que uno es joven, en el mejor de los casos. Ahora, tampoco comenzaré esta diatriba de lo mal que es vivir en México porque aquí somos bien ignorantes, no como en Europa porque allá, donde leen mucho, son mucho muy inteligentes, son todos genios brillantes y grandiosos… pero es que, la neta, da mucha hueva leer.

En primer lugar, están aquellos que dicen que leer a uno lo vuelve más inteligente. Mentira: leer no te vuelve nada si tú no estás dispuesto a un intercambio de ideas. La lectura puede motivar procesos mentales de cambio de paradigmas, sí, pero sólo si estamos predispuestos a ello. Cambiar de ideas es señal de inteligencia, porque es señal de evolución; pero no hacerlo, puede ser señal de inteligencia también, porque quiere decir que nuestro conocimiento de un tema era tal que no era necesario otro agregado probablemente falaz. Si leer es sinónimo de volverme inteligente, entonces al darme un libro, me estás llamando estúpido; y sí, todos somos estúpidos en un nivel diferente, pero no me lo escupas en la cara, mano. Además, me da como que huevita.

En segundo lugar, están aquellos que dicen que leer te vuelve mejor persona. Así como la religión podría generar cierta animadversión, hablando de los millennials para acá que usted considere necesario, al imponer ciertas actitudes, pues no se llega a nada. No incluyo tanto a los X para atrás porque ellos tenían otras ideas un poco más trascendentales respecto a una religión; aunque no queramos aceptarlo, conforme la actualidad avanza, hay un proceso de “superficialización”, no existe el término pero ahora ya, de nuestras motivaciones. 

Falta leer un poco de Bauman y Lipovetsky, por ejemplo, para convencernos: hoy en día, si me limitas en mi actuar, es malo y guácala. A eso se reduciría buena parte del ateísmo actual, porque no hay un cuestionamiento real de una figura divina. La religión no es lo mismo a creer en dios, puedes creer en dios sin creer en la iglesia; toda la razón, pero un buen grueso de la gente creería que dios e iglesia son inseparables; a fin de cuentas, los eclesiásticos son sus representantes terrenales, ángeles caídos del cielo. Entonces, casi como el libro: ¿ser mejor persona?, ¿quieres imponerte sobre mí?, ¿crees que estás bien según un argumento que yo considero subjetivo sin que en realidad haya pensado en él? Como podrían decir sobre dios: no creo, ¿por qué?, pues porque no… y porque qué hueva.

Luego viene nuestro entorno. Hay algo que no podemos negar de México, y es que tenemos todos los climas posibles pero nuestras playas son una joya. Dígame usted, señor lector de Notas sin Pauta: ¿no le gustaría estar ahora mismo en la playita con una cervecita bien sudada con ese sonido de la eternidad que producen las olas? ¡Pues quién no, caray! Curioso es que podríamos leer en la playa también pero, bueno: ir al parque, al bosque, al monte, a caminar, a correr; multitud de actividades que, simplemente, nos quitan tiempo de la hueva de leer.

Siguiendo con el entorno: tal vez, y eso tal vez, no he investigado mucho sobre el tema, pero creo que en otros países les alcanza para más con menos. Además de que hay días de esparcimiento, no están esclavizados de por vida con esta “camisa” que en los trabajos hay que ponerse para que no lo despidan a uno. 

Piénselo usted, mi buen Sinpausante, (eso suena mal pero todos decimos “lector” y, pues, hay que cambiarle) y pondré mi propio ejemplo: como maestro, primero, nos pedían estar atentos a la plataforma, luego habíamos que tomar cursos, luego hay que hacer listas de todo tipo (las típicas de asistencia, pero luego unas especiales de no-asistencia, luego unas de reportes, luego unas de reportes sobre clases, luego unas de reportes sobre reportes de clases…), usar el tiempo “libre” para todo esto, ¿y se nos paga? Es más: ¿se nos paga el internet, la computadora, la luz? No, porque “Hay que ponerse la camiseta”. 

Y si después de tanto trabajar, porque hay quienes trabajan más que nosotros, aunque usted no lo crea; pues mi dinero será para unas cervecitas, me voy a echar un sueñito, voy a ver cosas en Netflix, y me voy a dormir. Leer me produce pensar, y esa energía ya se me acabó durante el día. ¡Qué hueva!

Les confesaré algo personal: yo tardé mucho en tener estos cambios de la adolescencia, cuando entré a preparatoria temía que jamás los afrontaría, literalmente me decía “güey, ¿qué pedo conmigo?” porque, eso sí, ya decía palabrotas para ese tiempo. Pues bueno, incluso desde antes, apenas saliendo de quinto o sexto de primaria, sin bigotito todavía (esto en un contexto de una familia, en sí, no lectora, pues es una hazaña), decidí leer Cien años de soledad porque era el único que quedaba que no había leído yo; ya me había acabado todos esos de Isabel Allende, Harry Potter y Stephen King que mi queridísima hermana tenía. Lo leí, sí, con muchos problemas, en primer lugar porque la portada conmemorativa de la RAE de esa edición estaba bien de hueva… y tuve un malviaje digno de drogas con algo que no pensaba posible ser hecho con letras. ¡Qué padre!, pensé en ese tiempo, porque en primaria no decía groserías. 

Sin embargo, ya había tenido un acercamiento agradable con la lectura; ¿cuántos son dichosos de esto? Que les pongan un libro interesante, sencillo, acorde a la edad. Se confrontan a un libro en la escuela, un libro que no quieren leer porque es de la escuela. Desde ahí está mal, carnalito, el segundo acercamiento será más difícil porque habrase de pensar lo doble para atraer a uno que, en primer lugar, no quería eso, porque la escuela, y lo digo como docente, sí da hueva; ahora, que a uno lo pongan a leer, pues como dice la chaviza, ¡qué hueva x2! (no lo use así en redes sociales, no está bien aplicado aquí).

Es estúpidamente caro. Estaba revisando el último libro, el que escribió en el 2015 la periodista Svetlana Alexiévich en distintas tiendas en internet porque hay un bichito asesino afuera y pues qué miedo salir por ahora, y de mínimo tenía que invertirle mil pesos. Mil pesos. Ella lo vale, pero es que también hay que pagar el carro, el agua, la luz, el internet (porque si no, ¿cómo doy clases, oiga?), el gas, el mismo Amazon… o compro libros o me conecto para poderle mandar mi colaboración al maestro Arturo, y pues hay niveles. Sin embargo, un exalumno me contaba lo mismo: quería unos libros, y simplemente no le alcanzaba. ¿Y luego nos quejamos de que da hueva? ¡También es bien caro, oigame!

En fin, no es que no nos guste, no es que seamos huevones por naturaleza por ser mexicanos, no es que seamos estúpidos, no es que seamos vale-madres, no es que seamos conformistas, no es que seamos complacientes, no es que nos merezcamos a los políticos que tenemos, no es que por totalmente nuestra culpa estamos como estamos, no es que seamos inferiores; es que hay muchos factores que no están bajo nuestro control que, simplemente, nos obliga a disfrazar ese “no puedo”, ese “no sé bien cómo hacerlo”, ese “¿para qué?”, ese “es que necesito el dinero para cosas más urgentes”, ese “me aburre porque nunca me orientaron correctamente” por un “Es que sí da hueva, carnal, ja, ja, ja, pero tú date y cuéntame. Me gusta escucharte”… Irónico, ¿no le parece?

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