
Como buena Millennial, soñaba con el día en que pudiera hacer Home Office permanente. Aunque los desplazamientos en Guadalajara no son tan largos como en mi natal Ciudad de México, el transporte público es mucho menos eficaz. Esperar la ruta que me lleva a casa es un acto de fe sin respeto alguno por mis plegarias: he sacrificado hasta 45 minutos de mi vida en la parada antes de agotar la paciencia y resignarme a tomar una ruta alterna, de dos camiones en vez de uno. Con todo, no esperaba que una pandemia global fuera el catalizador que lo permitiera.
La pandemia que nos ha obligado a reducir el contracto social, confinarnos y trabajar en casa (a los que tenemos ese privilegio) también ha diluido nuestra noción de privacidad de modo alarmante. El esquema que tenía en mente era uno donde me ahorraba el dinero, tiempo y corajes de mis desplazamientos a la oficina para ganar calidad de vida. Por el contrario: salir por un trago, al cine o a distraerse no es una opción y el famoso balance trabajo-vida parece cada vez más precario entre mi grupo de amigos. El círculo social cercano no debería considerarse una muestra significativa o real de lo que ocurre afuera, pero es lo mejor que tengo por ahora. Parece que muchos estamos volviéndonos workahólicos.
El término «Workaholic» (o «Trabajólico» si uno comulga con la RAE) apareció en 1947, en Toronto. Era una broma que pretendía parodiar a Alcohólicos Anónimos en el Daily Star, decía algo como: «Si está maldito con un ansia insaciable de trabajo, llame a Workahólicos Sinónimos y un trabajador social le ayudará a recuperar su feliz ociosidad».
La broma dejó de serlo cuando la Covid erosionó las divisiones entre nuestros espacios de trabajo y los de ocio. Nos pasamos el día entre disculpas torpes: por los niños y las mascotas a cuadro en la videollamada o por la canción del gas que se cuela en las juntas. De momento, una buena parte de nuestra vida sucede frente a una pantalla que funge como lugar de trabajo, artificio de socialización y proveedor de entretenimiento.
Mary Ann Evans (mejor conocida como George Elliot) ya nos advertía en 1859 que la idea de que la máquina de vapor permitiría más tiempo de ocio era una farsa. En lugar de eso, introdujo una nueva ansiedad. «Hasta el ocio es ansioso ahora —urgido por diversión, propenso a excursiones en tren, pinacotecas, literatura periódica y novelas emocionantes. Propenso incluso a la teoría científica y mirar a través de microscopios. El viejo ocio era un personaje distinto […] feliz en su imposibilidad de conocer la causa de las cosas, prefiriendo las cosas por sí mismas”. Aplica a nuestra realidad, incluso 160 años después. En 2020 mis vacaciones no consistieron en un viaje, salidas o esa ansiedad de las vacaciones productivas en la que nos metió la revolución industrial. En vez de eso, permanecí en casa disfrutando de aquel viejo ocio donde sólo existen las cosas por sí mismas.
El verdadero ocio implica, según la antropóloga Margaret Mead, un sentimiento de libertad. Separar aquello que hacemos por gusto de todo lo realizado bajo coerción, necesidad de comer, sobrevivir o por la voluntad de otros. Por ejemplo, encuadernar libretas para vender es trabajo. Hacerlas por mero gusto, cuando queremos, por la felicidad del proceso es ocio. Es decir, un pasatiempo. Tener un hobby no es sólo una actividad recreativa, sino un acto de resistencia.
La sociedad actual nos impone la idea de que todo lo que hacemos debe ser productivo. En marzo de 2020, cuando recién empezaba el #QuédateEnCasa, salieron memes afirmando que, si no obteníamos una nueva habilidad, idioma o producíamos algo notable durante periodo de confinamiento nos «faltaba disciplina». Como si la incertidumbre o el tiempo libre debiera tratarse de un combustible para la productividad. Los primeros meses, conforme la pandemia se alargaba tuve un bloqueo creativo horrendo. Hasta leer me costaba trabajo, mi mayor logro fue sobrevivir a secas.
El descanso no es algo que se «gana». Quizá hay que dejar atrás la idea de que nos «merecemos» las vacaciones, salidas o fines de semana (según aplique en la posición del espectro godín-freelance en el que se encuentre cada quién) para ver el tiempo libre como lo que es: un derecho humano.
Apenas un año después de que se acuñara el término de «Workaholic», el filósofo alemán Josef Pieper ya tenía algo que decir sobre la idea de producción continua. Si una lo piensa, no parece casualidad que el término se creara poco después de la Segunda Guerra Mundial. El final del conflicto bélico dejó a muchas de las grandes potencias en la necesidad de trabajar de sol a sol para levantar sus economías tras la debacle. Pieper denuncia consideramos el trabajo como «normal» por default, tanto que el día de trabajo es lo que cimenta nuestras rutinas.
La sociedad actual nos impone la idea de que todo lo que hacemos debe ser productivo.
No se salvan ni siquiera las amas de casa quienes, si bien no tienen un puesto de oficina, rigen su día con base en el trabajo doméstico, infinitamente más demandante (nótese también que muchas tienen dobles jornadas de oficina-casa). Es aquí donde Pieper se pregunta si la existencia humana puede llegar a la realización si se reduce a trabajar en un ciclo continuo cada día. «El ocio es, entonces, una condición del alma —debemos mantener con firmeza la suposición, ya que el ocio no está necesariamente presente en las cosas externas como recesos, tiempo libre, fines de semana o vacaciones— el ocio es el contrapeso de la imagen del trabajador». Es decir, Pieper propone el ocio como una entidad en sí misma, que nos permite mantenernos humanos por la posibilidad de estar inactivos.
El tiempo libre no es un descanso para continuar siendo productivos sino algo más trascendental, un estado contemplativo similar a la meditación.
Mi madre adoptiva, boomer en todo su esplendor, creció pensado que siempre había que estar ocupada porque «la ociosidad es la madre de todos los vicios». Me temo que Kierkegaard discrepa. Él cree que no sólo es buena, sino un indicador de humanidad (en realidad, él culpa al aburrimiento de ser el origen de la maldad).
Si para él el aburrimiento es la cuna de todo lo malo es porque lo relaciona con la perpetúa insatisfacción; esa idea de que nada es suficiente. La misma que bien podría estar tras la compulsión de una sociedad que alienta el consumismo y el workaholismo. Si nuestra existencia fuera un campo, dice Kierkegaard, la solución no sería adquirir más tierras sino cambiar lo que sembramos en aquellas que ya poseemos.
Uno de los grandes problemas es que el ocio, como todo en nuestra vida cotidiana, debe ser analizado desde el privilegio. En los albores de la revolución industrial, el ocio de las clases pudientes se sostenía en la labor esclavizante de muchos trabajadores. Pensemos en esa icónica escena de Downton Abbey donde la Condesa, Lady Violet, le pregunta al godín de Matthew qué es un «fin de semana». En alguna ocasión, Bertrand Russell dijo que «la idea de que los pobres deberían tener tiempo libre siempre es un shock para los ricos».
Poco ha cambiado, si consideramos el nefasto pensamiento de que los pobres pueden salir de la precariedad si tan solo le «echan ganas» tan presente en la cultura mexicana. El hombre moderno, dice Russell, cree que todo debe realizarse por un motivo y nada puede hacerse sólo por hacer. De ahí que el ocio en las grandes urbes sea en su mayoría una actividad pasiva: ir al cine, ver partidos en estadios, mirar tele o un servicio de streaming en casa. Uno está agotado del trabajo y la energía que sobra para dedicar al ocio es casi inexistente. La pandemia ha agravado esto, incluso si tenemos mucha energía, el ocio activo es limitado junto con nuestra capacidad de salir.
Reclamar el ocio como un derecho, pensarían los optimistas, es también una forma de acabar con el elitismo; una manera de resistir la opresión. Retomando lo que sugiere Kierkegaard, recalibrar la vida moderna en el sentimiento de que algo es «suficiente» sería un paso hacia la justicia social.
En una sociedad que persigue el confort en lugar de ceder a la voracidad perpetua que el consumismo jamás sacia, nadie debería trabajar más de cuatro horas diarias. O eso es lo que creía Russell en 1932 cuando escribió su ensayo «En elogio de la ociosidad», tan vigente hoy como en ese entonces. Países como Finlandia, Noruega y Suecia ya están probando esquemas laborales de seis horas al día o de cuatro días a la semana. Aún no hay datos concretos de si ese ritmo es sostenible a largo plazo, pero es un avance. Descansar también es resistir.
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