Foto Henry Hustava en Unsplash

REFLEXIONES APÁTRIDAS / POR: VONNE LARA

En las últimas diez noches, en esa soledad abismal de estar sola conmigo, me he descubierto enloquecida de odio contra una persona. Con un odio que a esas horas es una criatura irascible y corretea por mi cuerpo sin las riendas diurnas que me permiten decir buenos días sin estallar. Salta de aquí allá, pisotea mis cándidos esfuerzos de pasar por alto la osadía de aquella persona que, con seguridad, duerme feliz arrellanada en su cama mientras yo por dentro soy un pequeño pero destructivo huracán, y por fuera permanezco quieta, inmóvil, con la rigidez de una tabla. 

Luego de dar obsesivamente varias vueltas a la ira —o ella a mí—, me la anido en un dedo y me acurruco. No todas las noches, pero a veces funciona y puedo dormir. Aunque el odio sabe traspasar las barreras invisibles que nos conforman y allá me alcanza y se presenta multiforme, colorido, siniestro, conocido. A veces es un tren que me parte en dos, otras es mi persona favorita atravesándome con una espada, pero casi siempre es algo que me quema el vientre, o lo parte, o lo hiere. ¿Allí se anida el odio? 

Es ocioso e inevitable odiar a alguien. También lo es, aunque esto casi siempre lo creemos imposible, que alguien nos odie en la soledad de sus noches. Sí hay odiantes que nos manifiestan sin tapujos sus sentimientos, pero esta manera de expresar el odio es hasta divertida y fácilmente ridiculizable. No, la forma más peligrosa de los sentimientos es la oculta, la que está acallada por las capas de la realidad o formas de la convivencia social que nos obligan a permanecer estoicos ante una bofetada de desprecio. El amor oculto, la amargura silenciosa, el odio con sordina se acumula en algún lugar de nosotros y nos trepa, nos ciega, nos domina. Nos juega unas vencidas en los sueños y las pesadillas, y nos aplasta.

Tengo diez días y, peor, diez noches arrastrando este odio ¿irracional? —¿qué no describirlo así es una tautología?—, que a veces ya no sé por qué estoy enojada. Es decir, claro que lo sé, pero en la vigilia de este décimo primer día después de la Afrenta, lo que me parece ridículo es seguir dolida por lo que seguramente ni siquiera fue un acto de aguda maldad sino de torpeza. Porque hasta para ser vil es necesario ser inteligentes, y creo que aquellísima persona solo fue descortés y, sí, un tantito ruin, pero nada más. 

Según me dicen lo mejor sería perdonar. Ese estado sano aunque muy desabrido al que llegamos tarde o temprano cuando aceptamos que todos somos muy torpes para convivir con otros seres, y que a veces somos más. Y es que, cuando ejecutamos una vileza, en realidad, no es que hayamos echado a andar una estrafalaria red de mecanismos perspicaces, sino que corrimos con la suerte de que varios de nuestros arrebatos cayeron en su lugar, y poco más. 

Tomarse en serio será el error más grande que cometamos una y otra vez hasta que un día, o mejor dicho, una noche profunda, nos demos cuenta de que todos estamos en una constante prueba y error al relacionarnos con los demás, y que muchas veces nos equivocaremos. 

Lo peor es que esos seres impronunciables nunca sabrán de nuestros desvelos y nuestras injurias en la oscuridad contra ellos. Y eso enoja aún más, porque ni de eso son culpables esas despreciables e ignorantes aquellisisímas personas.  

Por Vonne Lara

Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Mamá cósmica.

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