Foto Tuva Mathilde Løland en Unsplash

Transparente la piel de aquel sujeto, y de turbios pensamientos. Como un rinoceronte en cristalería se mueve entre sus relaciones personales. Hace como que nadie se da cuenta de que todos sabemos el esfuerzo constante que ejerce por intentar encajar. Nosotros hacemos como que no nos damos cuenta para no lastimarle. Debajo de la gorra se encuentran aquellos cabellos que amenazan con escasear. Se asoman tusados, tal mordida de un asno que le ha arrancado aquellos preciados filamentos. Aunado el tiempo, ese ladrón de cuarta que amenaza llevarse aquel metal conductivo que son aquellos cabellos cobrizos. 

Aquel joven de apariencia poco jovial, de sonrisa forzada, en sus intentos fallidos copia ademanes de otros para poder pasar desapercibido. Mi compañera, quien es muy fiel a sí misma, se percata de ello y termina confesando que el tacto accidental de aquella pálida presencia terminó incomodándola por completo. Yo sólo observo desde ese cristal que son mis anteojos. 

Últimamente me cubro el cuerpo tal parca en túnica, quedando sólo al descubierto mis manos resecas por el sanitizante, cubriéndome con capucha como quien se protege de sus alrededores (pues no pretendo fingir que la pandemia no me abruma). Como ese extraño y caucásico ser le conozco muy bien, la mente se estimula sabiendo qué botones apretar, en qué momento entretenerme. Como dar entrada y como cortarle el paso. 

Conozco su historia de vida, sus traumas y la razón por la cual se cubre en un montón de capas para no dejarse mostrar ante otros. De repente, en conversaciones en las que al pobre incauto le acorralo, se le salen comentarios clasistas, y otras cuestiones desagradables que usualmente no deja ver. Me río, lo señalo. Él se avergüenza, no le doy importancia. Lo único que puedo decir frente a esto, es que no le quiero para que me acompañe sentimentalmente, no le necesito para que resuelva alguna cuestión de mi vida o me complemente, simplemente disfruto poder profundizar… aunque siendo muy franca, no sé si le estoy pidiendo peras al olmo al esperar que abunde dentro de sí.

Aún recuerdo cuando le conocí, en esa comida tan peculiar, resolvíamos comer kimchi en un restaurante que caía en el terreno de lo clandestino. Un montón de comida se servía, entre ellos calamar. Recuerdo aún poder ir a casa de la abuela (lo sobrante de aquel festín lo llevé conmigo para dejarlo con la abuela, pero me negó hacerlo, ya que dichos platillos no eran de su agrado). Puedo recordar que aquel pálido joven comentaba una situación que pareciera del todo anómalo… la anterior relación que lo llevó a probar suerte en esas mareas tormentosas del mercado de la soltería, no parecía haberse resuelto de una manera tan amigable. Lo que era, o estaba destinado a ser, terminó rompiéndose. 

Yo sólo bebía mi calpis en silencio, en lo que las palabras de ese ser extraño penetraban mis oídos. No obstante, sentía una familiaridad innegable, que en su momento despertó la esperanza de algo prometedor. Fue vívido el sentimiento de haberme sentido viéndome a través de un espejo. Y era eso… sólo reflejaba lo que veía en mí, y lo imitaba. Pero no daba a conocer quién era él. Los días posteriores sólo mostraron las fallas humanas que intentaba esconder. Y una decepción que vino a caer sobre mí, como un balde de agua fría. Di el tema por zanjado, y enterré la situación por año y medio. 

La peste cayó sobre la Tierra, y en el transcurso del encierro vino y se fue mucha gente a mi alrededor. Cambié de residencia dos veces, de trabajo igual… y me vine encontrando de nuevo con ese ente. Viendo de cerca la situación, examinando el entorno en el que estoy, el contexto, no puedo sino pensar que hice bien en su momento al cortar comunicación. Hago bien ahora en analizar su carácter. Y me doy cuenta de una forma evidente que si bien intenta adaptarse para no perecer socialmente, es porque se repele a sí mismo. Porque sabe que mucho de lo que siente puede ser reprobable ante los ojos de algunos, y que no puede aceptarse. A veces me da la impresión de que, de conocerle, terminaría por asquearme. Su clasi-racismo, el cual repentinamente sale a colación, no es algo que empate conmigo. Tampoco lo es el divulgar las prácticas eróticas de gente a quien se le debe lealtad, ni siquiera me llama la atención esa constante necesidad de socializar por el estatus, o mentir acerca de dónde conozco a la gente. Por algo la gente se va… porque muy en el fondo, aunque no lo sepamos de manera consciente, sí intuimos que simplemente no estamos hechos el uno para el otro.

Por Arantxa De Haro

Escritor amateur, multidisciplinario por pasatiempo, aficionado a los idiomas

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