
REFLEXIONES APÁTRIDAS / POR: VONNE LARA
“No hay duelos pequeños”. En varias ocasiones esta frase ha vuelto a mí. Supongo que puedo decir que es mía, pues en una ocasión la escribí para tratar de explicar el tremendo dolor que sentía por Mostachi, un gatito que murió muy pequeño por un incidente con unos perros, y la he vuelto a escribir en la honda locura de otras pérdidas. Como cuando se volvió a manifestar otro día funesto en el que murió un amigo; y más tarde regresó cuando me tuve que separar de otra mascota.
En el maravilloso canal Dr. Pangolín y su ejército de animalitosbebé, el peculiar y misántropo doctor Pangolín rueda los ojos cuando le preguntan cuántas mascotas tiene. “¿Mascotas?”, dice con una expresión de asco y desánimo. “Lo que yo tengo son aliados, animalitos bebé aliados”. Y tiene razón.
Los humanos tenemos la fea costumbre de apropiarnos del mundo de forma grosera. Asir bajo adjetivos posesivos los milagros que nos rodean a falta de algún propósito, el que sea, que nos de sentido. Como en aquel relato de Cri-Crí en el que Ditirambo Farfulla quiere adueñarse del campo y de los árboles gritando: “¡Esto es mío, esto es mío!”, y le responde un silencio que evidencia, no solo su acto ridículo, sino su tremendo egoísmo.
Se dice que el Jefe Seattle le escribió una carta en 1855 al entonces presidente Franklin Pierce en respuesta por la compra de sus tierras. En dicho texto, que carece de evidencia histórica aunque lo respalda todo el peso de la verdad, dice: “¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña. Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos?”.
Al final el dichoso progreso ganó la disputa y además de que la tribu del Jefe Seattle fue confinado a una reserva, se disipó en el olvido el respeto a la tierra, a los ríos y a los animales.
En esa carta también habla de los animales, el jefe los describe como hermanos y agrega: “¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo”.
Me detengo de nueva cuenta en este duelo que he vivido las últimas semanas. No voy a mentir, he llorado en soledad en muchas ocasiones porque me apena decirles a los demás que me duele como una espina la ausencia de un animalito que vivió por meses a nuestro lado.
Le he ido a visitar en varias ocasiones. En ese lugar que tiene todo lo que no puedo ofrecerle la veo deambular y comer pasto, y beber agua de la lagunita y tomar la siesta bajo los árboles. La veo bien, la veo rechoncha, la veo juguetona y perezosa; todo lo que le gusta ser.
Pero también la veo ajena, distante. Es como si el apego que yo creía que teníamos ya solo existiera de mi lado, en donde estoy sola extrañándola, llorando a escondidas para que nadie me juzgue de ridícula. ¿Y ella? Feliz. ¿Feliz? ¿Los animales distinguen esos estados de ánimo tan estúpidamente humanos? Ella está bien en todo caso. Y en todo caso debería ser lo único que debería importarme. Porque ya no es mía, y con seguridad nunca lo fue.
Quizá es que somos los mayores perdedores en la historia del universo. No solo nacemos desnudos e inútiles, sino que buscamos respuestas con sed de huérfanos en este mundo que nos ignora. La impasibilidad de los bosques, de los ríos y de esa cerdita que tuve que llevar a una granja me recordaron la soledad que nos carcome.
En ese desamparo surge la violencia del verbo tener. Ese impulso de desgañitarnos gritando como Ditirambos Farfullas que algo nos pertenece. Esas, según nosotros, irrefutables potestades sobre los animales, las cosas, las palabras y las personas con tal de sentirnos menos solos.
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