
POR CARLOS ADRIANZA
En los imprecisos días de adolescencia nos reuníamos en cierta casa con unos amigos a escuchar música, actividad que realizábamos los viernes después del colegio en horas de la tarde. Cansados de la rutina semanal durante cinco días, el comienzo del fin de semana se presentaba como una aventura estimulante. Para celebrar su llegada, nada como oír unos buenos discos de rock en su estado primordial. La sesión iniciaba con la compra de cervezas (importantes para afinar el oído), seguido de la revisión de los LP que cada persona debía llevar. Cualquier adquisición musical se traía sin objetar para, luego de escucharla, caerle encima como eruditos críticos de cualquier conservatorio de música. Admirar las inmensas carátulas de cartón, leer los nombres de las canciones, los músicos, la fecha y demás literatura que cupiese en la contraportada, sentir el olor de los discos nuevos (cuando llegaban) era parte del ritual.
Para mí, lo primordial en las canciones eran las guitarras eléctricas y sus solos, seguidas por las voces y demás instrumentistas. Cada canción que escuchábamos detentaba sus fanáticos y adversarios. Entre chistes, acaloradas discusiones, jodederas y entredichos, con las voces cada vez más estridentes (a veces confundíamos los gritos de Rob Halford o Robert Plant con los nuestros) sazonábamos la tarde para luego en la noche regresar a nuestros regulares mundos.
Uno de esos días llegó la magia. Siendo el oficiante de turno del tocadiscos, me fue entregado por un nuevo miembro, del cual no tengo memoria, un LP oscuro de cuatro fotografías con un logotipo en el medio. El nombre de la banda no me era desconocido, pero de haberlo escuchado no tenía ninguna certeza. Inclusive el disco para nosotros, ávidos de material nuevo, era de vieja data. Ya tenia tres años de haberse grabado. El logotipo se me grabó en la mente: solo dos letras. Era eléctrico, duro, fuerte, metálico. El mensajero se acomodó detrás de mí. Recuerdo sus lapidarias palabras: Carlos, escucha esta vaina, ¡te vas a caer de culo! La misma voz repitió detrás de mí con mucho sigilo: -ponte la número dos. Sin perder tiempo deslicé mi índice y coloqué la aguja en el surco número dos.
No sé si en un acorde se detiene la vida, pero la entrada de Eruption desde las cornetas hasta mi cerebro la marcaron. No solo me caí de culo: me caí de lado, de frente, de cabeza. No sabía si no entendía la pieza o si la entendía tan bien que supe que ese sonido era la esencia de todo lo que escuchaba. Era todo el pasado y el futuro. Era escuchar a Jimmy Page, Hendrix, Ritchie Blackmore, Randy Rhoads, Glenn Tipton, Angus Young, Alex Lifeson, Adam Smith, Ingwie Malmsteen, Satriani, Slash, Ace Frehley, Brian May y contando. Mi oído y mi cerebro se abrieron a nuevos caminos, si bien vistos con anterioridad, nunca atravesados.
Con $50 en el bolsillo, dos maletas y un piano, Jan Van Halen, clarinetista y pianista, se lleva a sus dos hijos y esposa a la ciudad de Pasadena, California. Provenientes de Ámsterdam empiezan una vida dura de inmigrantes. El hijo mayor comienza estudios de guitarra eléctrica mientras el menor tocaba el piano y ganó un par de concursos en el condado. Con el oído enfocado más al rock que a la música clásica, el menor decide dejar el piano y tocar batería. Al escuchar a su hermano mayor tocar mejor la batería le propuso un intercambio. El hermano accedió. Desde ese día dedicaría su vida a la guitarra eléctrica. Enfocado en los sonidos que producía, dedicó gran parte de su tiempo no solo a tocarla durante infinitas horas diarias, componiendo y trasponiendo, sino a fabricar su propia guitarra buscando el sonido ideal, combinando piezas de distintas guitarras y ensamblándolas en una sola. Con la diabólica técnica pulida y el sonido monstruoso acoplado nacía la leyenda. Su nombre: Eddie Van Halen.
Desde You really got me hasta Hot for the teacher pasando por So,this is love, los solos de Eddie en combinación con el resto de las canciones hasta el álbum 1984 me acompañaron a lo largo de mi adolescencia. El erotismo de Secrets, las delicias acústicas de Spanish Fly y Little Guitars, las insinuaciones sinfónicas de Cathedral, el entrompe de The Full Bug y la sensualidad de las versiones de Dance The Night Away y Beautiful Girl entronizaron a Van Halen en el podio de los fundamentales. Escuchaba muchas otras bandas, pero las canciones con los mejores solos de Eddie las escuchaba de vez en cuando. No quería desgastarlas ni banalizarlas. El silencio debía ser absoluto, sin susurros ni habladeras. El otro sonido que acepté fue el que produjeron los miles de personas congregadas bajo la cúpula del Poliedro en la ciudad de Caracas. Van Halen se presentó en vivo. Con entradas agotadas, y no sin un monumental esfuerzo, pude llegar a la baranda del escenario y tenerlo de frente. Los dioses bajaron ese día.
El rock me acompañó hasta los diecinueve o veinte años todos los días. Otros sonidos, a través de mis incompletos estudios de piano en el Conservatorio y mis toques en un grupo de jazz, ampliaron mi sentido auditivo y me deslindaron en gran parte de la música que escuchaba.
En el año 2013, después de sus años con Hagar, escuché la última grabación de Eddie con David Lee Roth, su hermano Alex y su hijo Wolfgang. Van Halen sonaba a Van Halen. La canción Stay Frosty me retrotrajo muchos años. El poder, la fuerza, las cadencias, la sonoridad de su guitarra estaban ahí, imperturbables.
Admiro la música del siglo XX. Igor Stravinski, Gyorgy Ligety, John Coltrane, Keith Jarret se encuentran entre mis frecuentes audiciones por considerarlos pilares de la música de ese siglo y parte de éste. La guitarra eléctrica fue un invento de ese siglo. Su artesano mayor, Eddie Van Halen. Ese sonido metálico, estruendoso, disonante por su poder, de alguna manera me trajo hasta estos gustos. Siempre estará presente en mí. Las estrellas estarán ahora cabeceando bajo el poder embriagador de su guitarra. Desde esta tierra, desde la incertidumbre, brindaré con dos cervezas por sus solos y su memoria.
Este texto fue realizado en el Taller de opinión y ensayo de Notas Sin Pauta – Noviembre 2020 a enero 2021.

CARLOS ADRIANZA
(Caracas 1965) Administrador. Gerente General Corporación de Desarrollo Endógeno; Estado Lara Venezuela 2010-2016. Demócrata, Liberal. Activista político. (Cofundador del partido Avanzada Progresista Edo. Lara, Venezuela) Estudió música en el Conservatorio J.J.Landaeta (Caracas). Integrante, como pianista, de los grupos de Jazz Kashi y Natus. En la actualidad reside en la ciudad de Philadelphia, USA. Food Industry Manager. Aprendiz de escritor.
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