Foto Viktor Talashuk en Unsplash

POR: NO HILDA

Hace un par de días me di cuenta de que las mujeres somos fastidiosas. Pesando limones y aguacates una se da cuenta de verdades universales, tan sólidas y concretas como para develárselas a todos o publicarlas en el Facebook, pero nunca había abierto tanto los ojos para darme cuenta de lo engorrosas que llegamos a ser las mujeres.

 Todavía no había encendido la báscula cuando llegó una preguntando a toda prisa “¿Cuánto es de estas tres naranjas?”. Apenas y respiró. Metió la mano entre el pantalón y su cuerpo para sacar el monedero y pagarme los seis pesos exactos, no quiso que le diera bolsa y prefirió pegarse la fruta al pecho. Se quedó en la entrada mirando para todos lados, dijo que la venían siguiendo, luego se fue por el lado contrario del que venía con los hombros tensos, los labios secos y el paso firme de un recluta del ejército. Después de que se fue el ambiente se quedó pesado y sin darme cuenta, mi postura se asemejó mucho a la de ella. Me di cuenta de que también yo estaba a la defensiva.

Hay un hombre que trabaja en un taller mecánico que siempre llega a comprar naranjas también y que no me apresura para pesarle nada. Al llegar saluda con toda la calma y escoge las que, según él, son más jugosas. Cuando se va, no deja el ambiente pesado y siempre me acepta las bolsas en las que columpia la fruta de acá para allá con una paz envidiable, camina silbando hacia lo hondo del cielo como si la vida durara siempre.

Casi todos los días, alrededor de las nueve de la mañana, una mujer de unos sesenta años viene para comprar los ingredientes para su comida del día “¿Ya bajó el huevo?” preguntó  molesta la vez pasada mientras escogía papas y jitomates. La he visto sentada en una silla blanca de plástico a mitad de la avenida, vende flores y sombreros de paja. Imagino que deja a su nieto en el negocio mientras ella prepara la comida. Me incomoda la exactitud con la que pide las cosas, “un kilo de esto y un kilo de aquello” y camina buscando ofertas de verdura pasada porque quiere que todo se le ajuste al presupuesto y yo voy bajo su mando buscando en el refrigerador lo que quedó de días pasados. 

Qué fastidio cuando la veo venir con su paso resignado y su mirada barriendo los rincones de la calle como buscando algo que a alguien más se le haya perdido. Claro que los señores son distintos, uno de ellos llegó el lunes y sin apuro llenó bolsas y bolsas de la fruta que se le antojó y la que le pareció más bonita, no me abrumó preguntando precios ni ofertas, no se preocupó por que le ajustara un sólo billete porque su cartera tenía suficientes, es un alivio atender a los señores.

Quizá soy muy quejumbrosa y pesada como toda mujer, pero es que es imposible no notar la ruidosa diferencia de la asolescente que se lleva una pieza de cada cosa, que con eso piensa hacer un caldo para sus tres niños que la acompañan sin dejar de llorar, gritar o pelear y el muchacho que se sienta solitario en la esquina a fumarse un cigarro en silencio contemplando el vuelo de los pájaros. 

Me pregunto qué tendrán los hombres para que sus cuerpos irradien tanta calma y tanta paz y que sus movimientos sean tan sueltos y despreocupados, que su andar sea ligero y hasta les den ganas de silbar. Ayer me pregunté si el que seamos tan pesadas resulte de llevar un peso ajeno y desconocido del que ellos no quieran hacerse cargo pero no llegué a ninguna conclusión porque tuve que mandar el cronograma de actividades a mi hija quien cursa el cuarto año de primaria en línea.

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