
POR ARANTXA DE HARO
Incesantes mensajes presurosos llegaban a mi teléfono, mediante un app cuyo rastro fácilmente se podía ocultar. Su rostro parcialmente tapado por un cubrebocas, mi curiosidad como siempre me prevenía de alejarme en su totalidad. Eran tantos los incómodos apelativos que usaba conmigo aquel extraño, que no me quedó de otra que decirle que simplemente no me eran de mi agrado. Pareciese que aquel hombre que osose desaparecerse y aparecerse a voluntad, usando palabras tan acarameladas que rayaban en esa pegajosa retórica, que de adherirse a uno, lo único que genera es disconfort por lo excesiva familiaridad de alguien que no es cercano. Siendo muy honesta, mi corazón es un tanto caprichoso, y una vez lastimado jamás vuelve a favorecer a quien le desprecia. Fue así, que aquel individuo al ver perdida su oportunidad (desperdiciada, diría yo), desapareció sin dejar ningún rastro digital.
Hay ausencias que aunque en su momento fueron dolorosas, eventualmente como en quien se va a la villa, pierde su silla. De alguna u otra manera, nuestra naturaleza gestáltica bien encausada, llena los vacíos con personas nuevas, circunstancias otras, o incluso cuestiones más o menos trascendentales. El dolor no es perpetuo, se supera. Y advierto que quien tenga el ego suficientemente engrandecido como para pensar que le esperarán para siempre, tarde que temprano se llevará una decepción. Supongo que entonces depende de nosotros quienes intentamos estar presentes el identificar aquellas personas que simplemente gozan en querer dejar un rastro en otras personas, marcar su terreno por decirlo de otra forma. Las personas no son posesiones de nadie, y todos somos de una u otra manera intercambiables, sustituibles. La diferencia radica en hacer un esfuerzo constante en estar presentes, y eso es lo que nos pudiese distinguir de otros: el deseo por no sucumbir a ser olvidables.
Siendo así, me siento en mi cama, recargando mi espalda a la pared. Extraño esa ventana, de ese pueblo lejano, donde entraba una dulce brisa fría que bajaba de la montaña. La vida
me ha arrastrado hacia otros lugares. Aunque ahora me encuentro más centrada en una realidad, más rodeada de personas. Me pregunto qué sería de mí en los recuerdos de otras personas, a quienes yo también he dejado a voluntad, con el mero propósito de ser olvidada. Ojalá ya no esté más, pues he de admitir que ni tiempo, ni espacio, ni energía para dedicarles a aquellas personas que no son más nada de mí. Supongo que aquella situación es mi fuerte: no aferrarme a las memorias de nadie por ego, y estar presente con quienes quiero. Pese a ello, después de que el virus hubiese atacado a mi abuela, me ha comentado con cierta nostalgia que si paso a la ciudad donde vive, que vaya a verla. Mi negativa rotunda so pretexto la pandemia, en realidad es mi actitud a no aferrarme a nadie. Mis padres tan desprendidos de afectos me criaron para no sentir tanto apego.
Dicho ello, supongo que todos somos fantasmas en ocasiones, y creamos vacíos. No culpo a quien desapareciese de mi vida, porque he de admitir, que yo también soy una presencia efímera.
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