
Por: Ana Gabriela Morales Rios
La fantasía se va confundiendo con la realidad a cada paso.
Cuando la hicieron entrar casi a rastras a ese cuarto frío y le pidieron identificar el cuerpo, Cora se acercó demasiado, con los ojos llorosos muy abiertos. Parecía él, pero necesitaba buscarle las pestañas de aguacero tupido, necesitaba acercar su nariz a esa zona del cuello, casi detrás del oído.
Dame un sorbito de felicidad, déjame acercarme para percibir nuestro aroma
en tu piel. ¿Dónde terminas, canija, en qué parte de mi ser? Juega conmigo
a oler los recuerdos de nuestra historia. ¿Quieres un cafecito con canela?
No. No era su aroma. ¡Pero se parecía tanto a él!
—No sabría decirle muy bien, oficial—.
Le mostraron entonces la parte de su espalda donde un animalito tatuado le escupió su identidad. Dio un par de pasos hacia atrás.
—No sé cómo explicarle. Es su cuerpo, pero es como si le hubieran succionado el alma. ¿Ya me puedo retirar?
Iré al norte y serán sólo unos meses. Ganaré mucho dinero, vendré por ti y nos
iremos juntos a vivir al pueblito ese de nubes bajas que te gusta tanto. Ahí
pondremos una escuelita. Bien sabes que no me aguanto mucho tiempo
lejos de ti, que regresaré pronto… ¿Quién sería yo si te olvido?
Rebotaban en las paredes de su cuerpo esas últimas palabras, como un grito lanzado dentro de una casa deshabitada. Los dos sabían que migrar era emprender un camino poblado de cruces y que en esa época de “guerra declarada” los daños colaterales eran un precio devaluado que no costaba pagar.
¿Escuchas el viento? Déjame te abrazo. Eres mi venus paleolítica ¡No te rías!,
mujer de carne y barro. Me grabaré con tu abrazo el ritmo tun-tun de tu pecho
y el calorcito de tu aliento. Ahora, ¿qué quieres que te lea?
Cora lleva varias horas de camino, ha viajado por días. Se imagina que sabrá reconocer el lugar, quiere pensar que va caminando sobre huellas que él le dejó. Baja un momento del camión para extender las piernas, pero sube y se coloca inmediatamente después en su asiento. No le gustó escuchar al viento silbar así, con esa intención de molestarla, como entre burla y lamento.
Shhh… ¿escuchas la trompeta a lo lejos? “…quiero gozar de la vida, teniéndote
cerca de mi hasta que muera…”. ¿Sabías que hay un lugar en el desierto, en
el que el tiempo no existe porque los relojes se detienen; donde reina el silencio
porque los radios dejan de funcionar? Yo creo que ahí vive la dama de la
guadaña y el silencio es porque ya todos se acostumbraron a callar por
miedo a que los maten o los levanten. Si paso por ahí, gritaré tu nombre
cuando llegue la noche, con el índigo cielo plagado de estrellas.
Hay un punto exacto en el mapa del árido desierto donde se pierden las fronteras entre Chihuahua, Durango y Coahuila. Sólo caminándole un poco se llega. Cora contempla el fondo del cielo amanecido que contrasta con las imponentes formas de los cactus saguaros, custodios de lo que fue un antiguo lecho marino. De pronto el viento cesa y Cora advierte las decenas, los cientos de polimorfos nopales violáceos. Ella se imagina que las cactáceas visten de violeta en el instante en el que se vuelven poseedoras del espíritu de las mujeres que pasaron buscando y que no lograron llegar a su destino.
Fatigada, se frota con las manos los ojos arenosos y al abrirlos nuevamente su mirada se encuentra con él. No es un cactus, está segura. Tótem omnipresente, casi humano que con su sombra busca protegerle el rostro del sofocante sol. Es él, puede olerlo. Se acerca despacio, despacio lo abraza. Sonríe y cae al suelo. Su viaje terminó.
Ana Gabriela Morales Rios, nació en Chihuahua, México. Actualmente radica en la CDMX. Psicóloga. Ha trabajado principalmente con mujeres familiares de pacientes adictos. Algunos de sus escritos se han publicado en revistas digitales e impresas y participó con un cuento en el libro ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de género, editado por la UAM.
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