
Por: Ernesto Palma
“Ha crecido el poder del Presidente, pero no ha crecido el entusiasmo que su llegada al poder despertó. La promesa de aquel triunfo se ha diluido; el entusiasmo y la esperanza también. Ha desengañado a muchos entusiastas, pero no ha entusiasmado a ningún desengañado”.
Héctor Aguilar Camín
En la conocida historia de los hermanos Grimm, un flautista tocaba con su flauta mágica una melodía maravillosa que embelesaba a los ratones para que salieran de sus escondrijos y siguieran sus pasos.
Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano. Por aquel lugar pasaba un río muy caudaloso. Al intentar cruzarlo, siguiendo al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.
Aunque en la historia original el flautista esperaba recibir una recompensa por librar de la plaga de ratones a los pobladores de Hamelin, la similitud de lo que ocurre con los seguidores de López Obrador es sorprendente.
Tenemos un flautista como el de Hamelin. La melodía que interpreta el flautista de palacio sigue embelesando a miles de seguidores que aún no se dan cuenta del destino que les aguarda. Nuestro flautista está cegado por el odio y el resentimiento y su melodía no es diferente. Por eso es que coinciden con él cientos de seguidores que no alcanzan a percibir el desastre que les aguarda.
No ha bastado un pésimo manejo de la pandemia y sus más de quinientos mil muertos. Ni la peor crisis económica provocada por la necedad de financiar proyectos faraónicos inservibles. O la incontenible ola de violencia que azota a todo el país. Al flautista de palacio sólo le interesa acumular poder en sus manos y para lograrlo no le importa violar leyes y mentir sin recato todos los días.
Si el flautista tiene éxito, miles de sus seguidores terminarán en el fondo del río, mientras él seguirá tan campante, satisfecho de su obra destructora y mortal. Porque para él lo que importa es la consumación de sus ambiciones personales, sin importar cuántas pérdidas o bajas personales cueste su transformación.
El flautista quiere que nadie sepa que su melodía no es original. Su perorata ya se ha interpretado por otros flautistas, en otros lugares, en otros tiempos. La más reciente, en Venezuela (el país más pobre de Latinoamérica, después de Haití), Nicaragua o Cuba. En esos países hoy sufren las consecuencias de haber creído en la magia del flautista y millones de personas están atrapadas entre su arrepentimiento y un sistema político represor y antidemocrático. Nuestro flautista pretende lo mismo: entronizarse en el poder, dominar a la población y aplastar a sus críticos y adversarios.
Para alcanzar su propósito tiene un plan. Toda su energía y poca inteligencia están enfocadas en perpetuarse en Palacio Nacional. No le importa si la economía se derrumba o si la violencia se extiende como incendio en un pastizal. Tampoco le interesa la cultura, el arte o la educación. Para él es imprescindible rodearse de incondicionales, entre más brutos e ignorantes, mejor. Los más deleznables son los más lisonjeros y aduladores. No piensan, sólo saben obedecer.
En su mentalidad sólo hay espacio para corromper a todos. Sabe moverse en los sótanos de la corrupción como nadie. Así pretende controlar a sus adversarios, quienes saben que es un ser ambicioso y sin escrúpulos que no dudará en fabricar delitos donde no hay y manchar trayectorias, destruir vidas y prestigios.
El flautista de palacio sabe interpretar las notas que “el pueblo” necesita escuchar. Puede erigirse como un paladín de la justicia o un enemigo acérrimo de los corruptos. Puede discurrir sobre la moral y transformarse en apóstol para socorrer a los pobres, que son la inmensa mayoría de los mexicanos. Así, su palabra se convierte en homilía y toca el hambre física y espiritual de la gente.
Su melodía evoca los anhelos universales de un pueblo: justicia, libertad, democracia y progreso. Por eso es que la gente lo sigue escuchando.
Lo que sabe bien el flautista es que la gente no lo sigue a él, ni a su flauta maldita, sino a los sueños cada vez más inalcanzables de vivir en un país más equitativo, más justo y más seguro. Lo que pronto descubrirá el flautista fallido de palacio es que sus seguidores no son ratones sin alma ni entendimiento. Algún día esas personas despertarán de su letargo y su furia será incontenible.
El flautista juega con fuego. Cree que puede engañar eternamente a sus seguidores. Ignora que estarán con él mientras siga tirándoles migajas. Un día despertará y buscará en sus arcas algo para seguir comprando la lealtad de sus colaboradores y siervos. Las arcas estarán vacías porque nunca hizo nada para mantenerlas llenas. Para entonces, entre el pueblo que dijo amarlo, habrá hambre y descontento. Aun cuando habían sido adoctrinados para obedecer ciegamente la palabra del predicador, al ver que se acabaron las riquezas y privilegios, sus súbditos y lacayos se rebelarán y lo traicionarán.
Y el flautista tratará de entonar nuevamente su melodía, caminando solitario por las calles, en espera de ser seguido por ratones inexistentes. Hasta entonces, entre las ruinas de un país que un día fue ejemplo histórico de pujanza y convicciones democráticas, el flautista habrá entendido que México no era Hamelin y que los ratones sólo existieron en su febril imaginación. Entonces, mirará atónito cómo legiones de mexicanos se levantarán e iniciarán el sinuoso camino hacia la reconstrucción del país -entonando a una sola voz- el Himno Nacional Mexicano. El flautista lamentará que durante su nefasto reinado, no pudo destruir lo esencial del espíritu mexicano: su vocación histórica por la libertad, la democracia y la justicia.
Solo y decadante, el flautista se sentará a la sombra de una ceiba en su rancho, dormirá plácidamente mientras los ratones hambrientos devoran sus pies. Tratará de recordar la melodía mágica, pero hasta su memoria lo habrá traicionado.
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