
Por: Gwenn-Aëlle Folange Téry
Cuando era niña, vivíamos cerca de la avenida Reforma, en la colonia Anzures, que era algo así como por la sección 5 del DF, antes de los nuevos códigos postales para todo el país y antes de que el DF se volviera CDMX.
Nos quedaba relativamente cerca el mercado de la Lagunilla y realmente accesibles tanto el Museo Nacional de Antropología como un parque cerca del zoológico en el que se rentaban bicicletas. Mis papás, enamorados de México, no dejaban pasar ocasión para salir y conocer más del país que los había acogido. Entonces los fines de semana eran de salidas a la aventura.
Escogíamos en general el domingo, primero porque ese día se ponía la parte chacharera de la Lagunilla, y luego porque era día oficial de asueto, no había tareas, no había corretizas, no había más que buen humor.
A la Lagunilla íbamos en coche, salíamos de casa por ahí de las nueve o diez, estacionábamos cerca del mercado y nos disponíamos a deambular largas horas. Cada puesto era motivo de exclamaciones, de regateos, de conversaciones entre los vendedores y mis papás. Los que vendían nos conocían y sabían que mis papás iban movidos por un interés genuino hacia la historia de México, entonces las conversaciones eran largas y sinceras.
En ese tiempo, muchos vendían pedacitos de barro y obsidianas recogidos por el campo y era todo un espectáculo ver a mis papás, los dos, evaluar un tepalcate o una pieza entera y dictaminar su valor o, en dado caso, su fraudulento origen. Creo que algunos hasta recogían cualquier cosa con tal de ver si lograban ganarle a los franceses chistosos. Mi papá llevó toda su vida un bigote muy suyo de él idéntico al de Villa, y mi mamá traía trenzas rubias largas y cuatro niños igual de rubios que ella –y hasta más–, para los comerciantes éramos toda una atracción.
Si por alguna razón nos separábamos, mis papás tenían un chiflido especial para oírse por encima del barullo de los paseantes y lo sigo usando a veces, sólo para mí, cuando me pierdo.
El punto culminante de la salida era la vista al puesto del Chacharitas. El señor era ya de cierta edad, vestía ropa de tintes grises y marrones y llevaba sombrero. Atraía a los clientes gritando, justamente: “¡Chacharitas, Chacharitas!”.
Siempre tenía algo interesante sobre la manta que ponía en el suelo, pedacitos de vidrio, fierros viejos, canicas antiguas, planchas de hierro o fotos descoloridas. Pero lo más absorbente para mis papás era su conversación: se estaban allí horas, hable y hable. No recuerdo de qué, la verdad después de unos minutos yo me desentendía del asunto, prefería ir a ver las lanchitas que se movían al prender una velita en su interior o las portadas de los discos del puesto de otro pasillo.
Para finalizar la salida, íbamos a la tiendita que estaba en una perpendicular a las calles del mercado y nos tomábamos una chaparrita. ¿Por qué ese refresco y no otro? No sé si porque era nuestro favorito o porque era chico y sin gas, pero eso nos tocaba. Nos sentábamos en la banqueta y disfrutábamos la pausa antes de tomar el camino de regreso.
Otros domingos íbamos al parque de las bicicletas que tal vez haya tenido otro nombre, uno más elegante, pero para nosotros no importaba. Era todo un ceremonial escoger bici, siempre habíamos crecido entre la vez pasada y la siguiente o habíamos cambiado de color favorito. Había en ese parque múltiples colinas inmensas y caminos que llevaban a junglas desconocidas hábilmente cultivadas por mil y un jardineros. Mi papá seguía al que menos pericia hubiera desarrollado en lo de montar una bici y mi mamá miraba plantas y nos ponía bloqueador. Igual, había una pausa para hidratarnos; igual, chaparritas. Y al salir unas intensas ganas entremezcladas con un miedo no menos intenso de treparse a los caballitos que le daban la vuelta al zoológico por fuera. Tuve suerte, ¡pocas veces se me hizo!
Y la salida más amada, más “elevadora de almas”, era la del Museo Nacional de Antropología, el mismo que tiene justo mi edad. Llegábamos caminando, y empezábamos la visita por mirar y comentar acerca del mamut de la entrada. Luego era un poco como fuera indicando la temporada de exposiciones, aunque nunca faltaba la sala –cuyo nombre claro que no recuerdo porque claro que no me importaba– en la que se veían escenas de la vida cotidiana de los pueblos prehispánicos. Luego había una larga estación frente a esqueletos dispuestos en la manera ritual en la que habían sido enterrados y frente a las vitrinas que protegían Cabecitas Sonrientes o a las piernudas de Tlatilco. De esas sí me acuerdo, creo que son las únicas piezas prehispánicas que sé reconocer. Y aunque me explicaron mis papás sendas veces cómo saber si un pedacito de barro cocido era antiguo o reciente sigo sin tener idea.
Y como en la Lagunilla y el parque de las bicicletas, nos íbamos por un refresco, un sidral, que en el Museo no había chaparritas. Bajábamos por una escalinata gigantesca y la cafetería estaba a mano izquierda, fresca siempre y silenciosa.
Después, sin importar dónde hubiéramos ido, llegábamos a casa, una casa con baldosas rojas en el piso que hacían estornudar a mi papá por andar descalzo sobre ellas, se ponía música, jazz, los Beatles, el concierto de Aranjuez, mi mamá preparaba una comida rica y había botana.
¿Por qué te platico esto? ¿Qué interés pueden tener recuerdos así para alguien ajeno a mi memoria?
Pasa que acabo de ir al museo. No de visita, no llegamos ni a la entrada. Pero fui, acompañando a mi hija y ella acompañándome a mí, y regresaron de golpe los días aquellos de felicidad, de no-adultez. Me sentí en casa, como siempre me siento al ir a ese museo, pero fue más fuerte, porque le pude contar todo aquello a mi hija, pude transmitir lo bello de aquellos domingos.
Sé, porque una cosa es una cosa y otra es ésta, que no todo era color de rosa, recuerdo también el aburrimiento frente a los mismos puestos de siempre en el mercado, el desencantamiento (más fuerte que el miedo) al no subirnos a un caballo, el calor que nos aquejaba y el dolor de pies después de recorrer la quinta o doceava sala del museo. Imagino que mis papás también sentían hastío después de dos horas siguiéndonos en el parque de las bicicletas y desazón al constatar que había más y más piezas que desaparecían del museo, guardadas lejos de los ojos del público. Siento, creo, sus ganas reprimidas de comprar aquella muñeca de porcelana con el Chacharitas u otro tepalcate único…
¡Y claro, sé que a mi mamá no le fascinaba llegar a la cocina a preparar una comida para seis!
Pero queda esto: la luz.
La tesitura de un recuerdo me es más importante que el recuerdo en sí, sobrepone su vibración a la de las fotos o a la de las anécdotas de sobremesa.
Y eso es bueno. Para mí en todo caso que he venido perdiendo la memoria, que ha de estar en algún museo, detrás de una vitrina cerrada con llave.
Y no sabes lo complicado que puede ser encontrar el camino hacia ciertos momentos, ciertas palabras. Más cuando sabes que las junglas y colinas del parque de las bicicletas no eran tales.
Entonces sí: saca fotos, graba sonrisas, escribe las palabras extrañas del idioma de aquel país que visitas, guarda pedacitos de listón, pedacitos de tu historia. Claro, no te pido ni te sugiero que dejes de usar cosas para almacenar dicha, o dolor. Lo que digo es que no te preocupes si ya no tienes memoria en tu cel o si ya no cabe nada en el cajón de tu buró.
Siempre quedará esa aura de luz dentro de ti, un destello de viejas canicas al sol y el olor de las velas de unas barquitas de hojalata.
Siempre.

Gwenn-Aëlle Folange Téry escritora y pintora bretona y mexicana. Ha publicado varios libros, -prosa poética y novela-, y una colección de 11 libros para niños. Participa en múltiples publicaciones, revistas y exposiciones pictóricas y cada semana publica para Somosmass99 su columna “Último piso”. De repente le entra lo hippie, otras veces juega a que es medio intelectual. Activista de teclado, vive, respira, llora y ríe, así, un montón.
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