REFLEXIONES APÁTRIDAS / POR: VONNE LARA

Qué le vamos a hacer, no me gustan los niños. No me gustan pero tengo tres. No hay contradicción, tengo tres niñas, gran diferencia. Dos de mis tres niñas siguen perteneciendo a la etapa inevitable y terrible de la niñez. La otra está en la etapa inevitable y terrible de la adolescencia. 

Lo digo, sí con sesgo, pero también con verdad: mis gemelas son una brisa suave y fresca en comparación con otros niñes de su edad. No pocas veces he ido a buscarlas a su cuarto solo para constatar que sí existen y no son producto, cosa muy probable, de mi imaginación, pues pasan horas sin hacer ruido. 

A veces las encuentro cuchicheando bajito, platicándose esas cosas misteriosas que se platican las gemelas. Otras veces están pintando, coloreando, escuchando música cada una con sus propios audífonos. Otras, aunque cada vez menos, las encuentro dormidas. Momentos en los que de forma brutal los padres nos damos cuenta de que esos seres no solo están a nuestro cuidado sino que dependen de nosotros.

No me gustan los niños pero sí los bebés. Los encuentro fascinantes. La evolución en su máximo esplendor nos doblega con el aspecto tierno y desvalido de esos tiranos dependientes a los que entregamos nuestra voluntad sin dudar —y no por el invento ese del instinto maternal sino por algo más sensato: somos seres sintientes y sensibles—. Una vez superada esta preciosa y cruel etapa, los bebés se transforman en niños que buscan desde entonces ser reconocidos como individuos independientes y con gustos propios. A veces lo hacen de forma dulce y otras a patadas y a veces de ambas maneras. 

Ni de niña me gustaban los niños. Los chicos me parecían groseros y las niñas presumidas. Solo mis primos y mi hermana eran geniales, el resto de niños una masa de gentecita ruidosa y vil. De adolecente me parecían horripilantes, excepto mi hermano, que desde entonces ya era sensible y muy inteligente. Pero otros niños, jamás. No disfrutaba su compañía, incluso los eludía. Aún lo hago. 

No siento culpa alguna, de cualquier forma tampoco yo les gusto a los niños. Desde la adolescencia los niños encuentran en mí a alguien aburrida y hosca. Alguien que no juega, que no platica, que no se interesa por sus peroratas interminables y repetitivas. Que no le gusta que se acerquen con sus manos siempre impregnadas de la conocida y pegajosa sustancia de niño. Lo poco que pueden encontrar en mí es alguien que se preocupa porque coman, estén hidratados y a caso una vigía obstinada de que no logren ese cometido oculto que parecen tener todos los niños de partirse la cabeza cada que pueden. 

Todo esto con los niños ajenos, con mis niñas me nace escucharlas, hacer bromas y payasadas. Creo que hasta me salen porque me han dicho que soy graciosa, aunque lo más probable es que aún estoy en ese pedestal de “genial e invencible” en el que muchos niños colocan a sus padres. Un pedestal, debe decirse, del que más vale bajar con dignidad; para que encuentren no a unos padres pusilánimes y groseros, sino a unos adultos, rotos y con poca gracia en realidad, pero que sí merecen su amor, hasta entonces, incondicional.  

Sé que no es de buen gusto decir que no me gustan los niños. También que puede tildarse de insensibilidad o snobismo. Aunque sí acotaré que mi apatía por los niños no me impide respetarlos. No tolero que se les maltrate o pegue. No me gusta que sufran. Incluso deseo y procuro que la pasen lo mejor posible en esa inevitable y terrible etapa en la que dependen de los adultos. Con seguridad la etapa inevitable y terrible más terrible de todas, porque los adultos son personas de las que hay que desconfiar. 

Por Vonne Lara

Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Mamá cósmica.

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