
Ha pasado un año desde que repentinamente mi cuerpo desarrollaba en protesta crisis de vĂ©rtigo. Pareciera que inadvertidamente el principio de la pandemia puso una cantidad de estrĂ©s que algunos ansiolĂticos sĂ³lo me dejaban sentir parcialmente. La cĂºspide del malestar llegĂ³ un dĂa que en completa soledad terminĂ© tirada en cama, inconsciente, y con mis piernas zangoloteĂ¡ndose al ritmo de una descarga neuronal elĂ©ctrica. “Epilepsia”, le pusimos momentĂ¡neamente a ese infortunio, no obstante me abstuve de ir al mĂ©dico. En esa Ă©poca la cantidad de casos subĂa como la espuma, y no sabĂamos tanto del virus. Me aguantĂ© y simplemente adoptĂ© un perrito. MĂnimo si me morĂa, el caniche pudiera ladrar hasta que alguien me encontrara, pensĂ©. Y esa situaciĂ³n se mantuvo en secreto para no preocupar a nadie.
Pasaron los meses y pareciera que el vĂ©rtigo dejaba de presentarse. Mucho menos hubo otro episodio de esos en los que me desconectaba de todo. Hasta recientemente, cuando me volvĂ a enfrascar en cosas del trabajo, en preocupaciones laborales y financieras, y empecĂ© a sentir mis pies levantĂ¡ndose del piso, la migraña, la pĂ©rdida del equilibrio, el zumbido de los oĂdos. Y los ojos preocupados de mi jefe, que a pesar de no hablar el idioma de estas tierras, veĂa cuando mi mirada se posaba en un punto, con mucha intensidad. Esa señal de querer estabilizar mi cuerpo a toda costa y evitar dar traspiĂ©s. Me preguntaba con frecuencia “大丈夫?”, es decir “¿te encuentras bien?”. A veces me reservaba ello, y seguĂa interpretando para evitar a toda costa parecer inutil. Llorar de la impotencia fue el momento mĂ¡s fuerte al que me tuve que enfrentar.
RegresĂ© al divĂ¡n. Me cuestionaron cuando empezaban estos momentos de pĂ©rdida de la nociĂ³n espacial. Entre el doctor y el terapeuta, intentaban averiguar quĂ© estaba pasando, sobretodo porque parecĂa que el dichoso mal actuaba conforme a mis horarios, es decir, el demonio que se posaba sobre mis oĂdos pareciera ser un asalariado de aquella corporaciĂ³n que es mi ente fisiolĂ³gico. Los doctores me dijeron que tal vez los lĂpidos en sangre o mis oĂdos estaban mal. Por mientras me recetaron otro ansiolĂtico, para ver si por casualidad la tensiĂ³n era aquello que me alienaba de la realidad cartesiana. Pasaron los dĂas, y sĂ, un poco arriba el colesterol pero nada fuera de rango, sĂ³lo no Ă³ptimo. Mis triglicĂ©ridos bajos porque no como casi carnes rojas. Pero lo que yo llamo “el dardo tranquilizantes para osos”, surtĂa efectos por mĂ¡s graciosos, como levantarme de una noche de sueño reparador estallando en risas sin aparente razĂ³n. Y mi tensiĂ³n corporal bajar al grado que pudiera regresar a caminar como hormiga en quemazĂ³n, para llevarle el ritmo a la vorĂ¡gine laboral. Otras de las bromas que subsisten entre algunas de mis amistades, es que la dosis que me dan es tan pequeña, que lo que estoy tomando es “Clona Kidz” o algo por el estilo. La desorientaciĂ³n va pasando, y me encuentro mejor. No obstante, no hubiera sido gracioso que me resistiera a ver al psiquiatra por estigma, y resignarme a estar postrada en cama porque de plano mi malestar hubiera aumentado.
SomatizaciĂ³n, se le llama. Oportunidad para seguir pensando en la remota posibilidad de hacer stand up, le llamo. Dieta baja en colesterol, le dicen. Excusa para alimentarme de pescado todos los dĂas, le digo. Epilepsia, me dijeron. Darle casa a dos perritos para que me hicieran compañĂa en la pandemia, lo dije. Y asĂ han sido estos dĂas de despedirme de esto que le dicen vĂ©rtigo, pero yo le digo, la cura a la soledad.
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