
REFLEXIONES APÁTRIDAS / POR: VONNE LARA
El cliente salió del restaurante machacando insultos. Su enojo llegó a tales niveles que para entonces ya había perdido el control de sí mismo. Los grandes ventanales del restaurante nos permitieron ver cómo clavaba con odio cada uno de sus pasos en el concreto del estacionamiento. También cuando abrió la puerta de su auto, aventó su saco dentro y él mismo se aventó al asiento de conductor. Con seguridad sintió alivio al azotar la puerta del coche, las puertas automáticas del restaurante le habían negado la satisfacción de darnos ese bofetón con el que muchos coléricos cierran las situaciones que no pueden controlar.
Obviamente rechinó las llantas del coche, tenía que terminar su escenita de indignación como es debido. Los presentes en el restaurante todavía seguimos atónitos unos segundos, hasta que poco a poco se escucharon los murmullos de conversaciones retomadas y cubiertos que volvían a bajar y subir de los platos. Hasta la música dio la impresión de continuar su sonsonete meloso y cantarín, aunque nunca se había detenido.
Mi jefe por fin volteó a verme, me temblaron las piernas, o más bien, me di cuenta de que me temblaban. Contrario a lo que presentía sonrió y me dijo: bienvenida a la vida de los meseros, y comenzó a dar un rondín a los clientes preguntando si se les ofrecía algo y retirando platos y vasos, servilletas, papeles y demás “muertos” de las mesas. Un tanto porque era su costumbre y otro tanto porque quería devolver la calma en el lugar con su autoridad y su amable trato con el que, y él lo sabía bien, cautivaba a las personas.
Gus y Poncho me auxiliaron. Poncho, el garrotero, levantó primero los pedazos más grandes de platos y vasos rotos. Mientras Gus, el mozo, extendió un montón de toallas absorbentes sobre las sopas derramadas en el piso y la alfombra. Luego, con su recogedor-contenedor fue limpiando todo aquel desorden que yo había ocasionado.
Los clientes me miraban de vez en cuando sin dejar de platicar o comer, de estar en sus propios asuntos. En un lugar como en el nos encontrábamos ningún cliente se habría parado de su asiento a ayudarme. Es difícil abandonar la jerarquía social que se nos confiere y yo solo era ahí una mesera con poca pericia que había volcado en la cabeza de un cliente una charola con platillos y bebidas.
No era la primera vez que cargaba una charola repleta. Incluso había cargado charolas más pesadas y peligrosas. El factor que me hizo derramar los almuerzos de cuatro comensales encima del pobre hombre que se marchó encolerizado fue el descuido de otro cliente.
Era un sábado agitado, como todos los fines de semana. Apenas se vaciaba una de las cinco mesas a mi cargo cuando ya estaba Poncho limpiando todo para que se sentara una nueva familia. A la hora del almuerzo la gente se agolpaba en la insuficiente salita de espera y Paty, la hostess, tenía que hacer uso de todos los trucos que no venían en el manual del servicio al cliente para atenderlos.
Antes de ser mesera nunca había ido a ese restaurante y no conocía la actividad familiar de comer en las plazas comerciales o algún restaurante de cadena. Entre las muchas cosas que descubrí allí fue la existencia de esas familias que pasan hasta una hora y más en la sala de espera incómoda y abarrotada para desayunar con aire de suficiencia en medio de un caos y personas desconocidas.
Muchas familias iban al restaurante los sábados o domingos de forma religiosa, incluso se negaban a sentarse en otro lugar que no fuera el suyo. Cada vez pedían más o menos las mismas cosas y a veces hasta se hacían de una mesera preferida. Yo nunca llegué a tener a mis clientes, quizá porque tenía —y tengo— el trato, si bien no áspero, poco idólatra, pues se me da la rebeldía y sé ocultar poco el desagrado y el enojo. Dos cosas que los meseros deben no solo ocultar, sino maquillar y hasta actuar algo distinto de lo que corre en sus venas y en sus pensamientos.
Durante el horario de 7 a 9 am de los fines de semana nos visitaban los afables madrugadores —los que despiertan temprano por gusto llevan una ventaja en la vida que para el resto nos es negada, este fue otro de los descubrimientos que hice como mesera—. Son entusiastas, platicadores, aunque ideáticos. Así que ese día me tocó atender al que pedía el pan tostado en el horno y no a la plancha, y al que pedía el tocino como carbón. Más tarde comenzaron a desfilar las familias.
Las meseras preparábamos los artilugios que muchos restaurantes utilizan para entretener a los niños: vasos con tapaderas y popotes de colores, menús infantiles, crayolas, gorritos de papel, dulces y demás aditamentos. Me di cuenta desde entonces que muchas de esas familias más que una comida compran aquellos miniplatillos temáticos con caritas sonrientes o que figuran dinosaurios a precios ridículos con tal de tener el derecho a dejar un caos tras de sí, pero también el de indignarse con las meseras sí evidencian el más mínimo reproche por sus modales y los de sus vástagos pequeños que gritan desaforados y avientan comida por los aires.
No entiendo bien a qué iban y van esas familias en dichos horarios: el restaurante no solo está llenísimo y no se está a gusto, en ocasiones la mezcla de ruido y vaivenes se vuelve estridente. Los baños nunca están tan limpios como lo marca el manual. Ni siquiera es la mejor hora para pedir platillos. Todo se prepara con más desgarbo y, aunque las mejores cocinas se caracterizan por “sacar” platillos a punto cada vez, lo cierto es que esa cadena de restaurantes no las tiene. Lo sabemos todos, el chef, los cocineros, el lavaplatos, las meseras, los jefes de piso con sus trajes desgastados, y lo saben los clientes que, a pesar de ello, demandan que se les atienda como monarcas.
En medio de esas caóticas faenas, ese sábado salí de la cocina con cuatro platos de tallarines y el mismo número de garrafas de jugos y sus respectivos vasitos. Con aquella carga tomé de la estación de meseras una de las tijeras para colocar la charola y comenzar a servir. Pero antes de colocar siquiera las tijeras con un movimiento hábil que había aprendido en el mes que llevaba de mesera, un cliente de la mesa adjunta hizo su silla para atrás sin fijarse en nada. Me tropecé con la pata de su silla, malabareé la charola, o al menos eso intenté, pero todo estaba perdido, mi mano se agitaba sola en el aire mientras los platos con tallarines y los jugos le caían en la cabeza al cliente a mis espaldas.
Un grito, expresiones de susto, lozas estrellándose en el piso. Más gritos, sacudidas, sillas que se recorrían, líquidos que salpicaban. ¿Estás imbécil o qué?, aquel alarido me sacudió y por fin pude moverme. El hombre ya se había quitado el saco y se sacudía los tallarines obstinados que se le habían pegado en su traje. Sus acompañantes también se levantaron, pero no dijeron nada.
El gerente apareció de pronto pidiendo disculpas al cliente y haciendo aspavientos innecesarios a Gus y Poncho que ya estaban limpiando la mesa. El hombre me gritó muchas veces más pero mi jefe le dijo que por favor le enviara la cuenta de la tintorería, que no se preocupara por la cuenta, que los accidentes ocurren. Pero el hombre seguía colérico, aventó unos billetes a la mesa y todavía gritó que estaba en el peor restaurante del mundo y que esperáramos la demanda. Lo vimos salir. Lo vimos abandonar el estacionamiento con un chirrido de llantas.
Los acompañantes del cliente, en cambio, se quedaron. Debían de conocerlo poco, porque se esperaron a que limpiaran la mesa y les sirvieran todo de nuevo. Desayunaron con calma, no pagaron nada y hasta me dejaron propina. Incluso uno de ellos cuando me pidió más café bromeó diciéndome que se lo sirviera en la taza y no en la cabeza. Mientras le servía sentí que me ruborizaba.
El cliente que me hizo tropezar no se responsabilizó o más bien no quiso decirlo. Por mi parte no quise involucrarlo, tendría que haberlo señalado, casi acusarlo y mi posición más baja en aquella pirámide de jerarquías era la más desventajosa. Sé que se sintió responsable por lo que había provocado porque me dejó una jugosa propina.
La cuenta de la tintorería nunca llegó. Tampoco la demanda.
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