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REFLEXIONES APÁTRIDAS / VONNE LARA

Antes siquiera de servir un café, las meseras del restaurante en el que trabajé eran sometidas a un entrenamiento severo, dictaminado en el manual de servicio que algunos flamantes ejecutivos redactaron a fin de conseguir alguna norma ISOnuevemilytantos. Así que el primer día laboral fui obligada a leer dicho manual del que he olvidado todo. Luego vino la caravana diaria a las distintas estaciones de trabajo de la cocina: un día con la mayora, otro en la mesa fría, otro en la caliente y otro en la fuente. 

Con la mayora vi cómo se preparaba el caldo base en una enorme olla industrial. Decenas de pollos fueron vertidos al agua hirviendo, luego verduras y más verduras que fueron previamente lavadas y peladas. La mayora agregó una tremenda cantidad de sal que me escandalizó; lo hizo con tal seguridad que también me escandalizó. Luego puso yerbas de olor y especias.  El resto de ese día la pasé desmenuzando pollo hasta que se me arrugaron las manos por la humedad y las piernas se me desmayaban por estar tanto tiempo de pie como nunca antes lo había estado. 

La mesa fría prometió ser más divertida, después de todo en esa estación se confeccionan ensaladas, sándwiches waffleados y copas de fruta. Pero no pude montar ningún plato; la fastidiada y resignada cocinera por mi presencia en su lugar de trabajo me dio la tarea de poner ramitas de perejil en los platillos terminados. Más tarde me puso a limpiar el refri de su estación.

Cuando me tocó estar en la mesa caliente no tenía expectativa alguna, pero los cocineros fueron amables y amenos. Me enseñaron a voltear los huevos con un solo giro del sartén, a empanizar milanesas y montar algunos platos. Pero cuando el caos de la hora pico de los desayunos llegó volví a la actividad en la que ya me estaba especializando: poner hojas de perejil a cada plato que salía. 

Por la tarde, a la hora trágica que se dejan de servir desayunos en el restaurante, la mesa caliente se prepara con otros ingredientes, las charolas se cambian, la sopa del día llega a la estación y más perejil es desinfectado. Todas las charolas de acero inoxidable del desayuno que habían sido sustituidas con otros potajes para las comidas corridas fueron apiladas para ser llevadas al área de lavado. 

Quise llevarlas pero el ayudante de cocinero insistió en que estaban pesadas y que, además, era su trabajo. Pero yo insistí más y las cargué sonriente de que las podía y estaba por alivianar sus faenas. Con aquel altero de charolas me dirigí al fondo de la cocina. Todavía no usaba mis zapatos antiderrapantes porque los había encargado con una mesera que los vendía a cómodas facilidades de pago. El estruendo que las charolas hicieron al caer fue tal que el jefe de piso se apareció a ver qué desperfecto ocurría en la cocina. Yo me levanté como si tuviera un resorte dentro y el ayudante de cocinero tuvo un ataque de risa mientras levantaba las charolas. Por supuesto que tenía que cerrar aquel incidente con un: Te lo dije. 

En la fuente aprendí a hacer malteadas, smoothies, servir jugos y colocar rodajas de naranja o limón en los vasos. También a sacar bolas de nieve y ponerlas en elegantes copitas para postre. Incluso me tocó ver cómo se abastece la máquina de refrescos. “Todo es agua mineral con un poco de jarabe”, me dijo Gustavo, el fuentero. La verdad sea dicha, la inocencia y magia por los refrescos que siempre había tenido se diluyó un poco en mí.

Al día siguiente por fin me puse el uniforme completo: falda verde, blusa blanca, mandil de rayas, pantimendias y zapatos antiderrapantes. Además de llevar el cabello corto, el uniforme también incluía portar aretes de perlas, llevar las uñas pintadas de nacarado, y estar maquillada. 

Cuando me vieron vestida como mesera los compañeros de la cocina me silbaron y me dijeron que no me volviera presumida como todas las meseras que, una vez salen de la cocina, se olvidan de quienes las entrenaron. Según yo no lo hice, pero en una ocasión un cocinero nuevo me dijo que “me pasaba de presumida”. Lo dijo después de que me negué a prestarle dinero y supongo que quiso herirme con el peor adjetivo para una mesera, pues mientras los clientes tratan a las meseras con displicencia, los jefes con rigor, las cajeras con paternalismo, los mozos con servilismo, el personal de cocina lo hace con rencor. Se debe a esa jerarquización intrínseca que cada empleo y puesto tiene, una jerarquización rancia que nos separa a veces en silencio y a veces con grandes exabruptos, pero lo hace de forma irremediable y destructiva.

Una vez en piso pensé que me sería asignada alguna sección, es decir, 5 o 6 mesas a mi cargo. Pero no, todavía tuve que convertirme en sombra de la “mejor mesera” de entonces por una semana. Era una señora joven a la que le decían la Poblana; un apodo de esos lapidarios porque no recuerdo su nombre. En verdad era buena la Poblana, era paciente, bocazas, amable, pero sobre todo hábil. No olvidaba los pedidos de los clientes, no los que se apuntan en las comandas, sino esas decenas pequeños pedidos extras, los más agobiantes: sin crema, con poca salsa, más pan, más café, un platito extra, un vaso de agua sin hielo y otro con hielo. Me dijo que los platillos eran lo de menos, que un verdadero servicio, como todo en la vida, está en los detalles.

Al término de la semana de entrenamiento me asignaron dos mesas. Un cliente se sentó en una de ellas y con jarra de café en mano dije por primera vez: “Buenos días, mi nombre es Vonne y voy a ser su mesera ¿café?”

Desde entonces y durante casi dos años atendí cientos de mesas. Serví café y más café, platillos y más platillos. Recibí propinas de todos los tipos: de las cómodas que cumplen con el consabido diezporciento, de las jugosas que hacen sonreír aunque una no quiera y esparcen un polvillo de envidia entre el personal, pero también de las humillantes, de esas que sirven más para vaciar los bolsillos de los clientes que agradecer el servicio recibido. 

Serví miles de vasos de agua, traje platitos extra, comida para llevar, y muchas otros pedidos extraños de los clientes. Recibí halagos por mi actitud, también regaños y atropellos; recibí halagos por mi apariencia pero también abusos, roces en mis piernas, en mis manos, miradas afiladas. Recibí regalos, galletas, chocolates. Contrabandee comida y postres entre mis compañeras, fumé muchas veces en el baño, me hice adicta al café. 

Ser mesera fue uno de mis primeros trabajos formales, pero también el primero que temí perder. Así es la necesidad, la vida adulta, los trabajos de servicio. Dicen que para conocer a alguien basta ver cómo trata a los meseros, estoy convencida de que es una prueba de fuego infalible.

Por Vonne Lara

Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Mamá cósmica.

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