Fotografía por Brett Jordan, vía Unsplash

Es un mal contemporáneo comprar cosas, apilarlas y no usarlas. Me pasa mucho con los libros (aunque no sólo con ellos), los cuales recuerdo que en una feria del libro me hube comprado una maleta entera de ellos. Misma operación repetí en Japón comprando libros de cien yenes (segunda mano). No obstante es más el pecado de tenerlos y avergonzarse porque no los he terminado todos. La acumulación de nuestros bienes puede llegar a ser síntoma de una necesidad por llenar ese espacio que queda vacío, cuando se vive solo. A veces, inconscientemente, me encuentro pensando en que si como algo, compro esto o aquello, mis miedos o afecciones se van a ver disminuidos. Es una ironía cuando una vez adquirida la cosa, desaparece esa ilusión pasajera ya que se da uno cuenta que no se arregló aquella afección que se buscaba solucionar. Dicho esto, la presencia de esos libros en mi hogar es la representación del deseo de aprender todo lo contenido, como si el aprendizaje se diese por ósmosis. Fatídico destino de todos aquellos objetos que su presencia entra en mi radar producto de una compulsión, y que en ocasiones se ven condenados al olvido.

La gratificación instantánea es otra idea que ronda mi cabeza. Consumir alimentos compulsivamente es tal vez un método (fallido) más o menos primitivo de autosatisfacción. Comer por ansiedad y luego pensar que uno ya se pasó de tamales, sentirse mal, olvidarlo y repetir el ciclo. La afección del olvido también afecta a “los procesos”. Es decir,  aprender japonés es un proceso de 17 años que aún llevo a cabo. Traducir decentemente en el trabajo me tomó 5 años. La lucha por estabilizar mi cerebro lleva 18 años, y estos son los primeros dos donde me siento tranquila ¿Por qué tendría que entonces pensar que cambiar de hábitos será algo diferente? He dejado de sentirme mal por esos procesos tortuosos que son “hacer la dieta” o “caber en una talla”. Pensar que sólo uso ropa de civil una vez por semana me hace pensar que ni siquiera requiero de tanta ropa. He omitido pues esa tarea de ir “al centro comercial” a ver qué pieza de ropa adquiriré. Eso y ser demasiado fan de los artículos de papelería, y tener los que se quiere pero que no necesariamente lo que se necesita es otro aspecto que develan esta falla humana.

Por otro lado, pienso acerca del otro extremo: el exceso por depurar sin sentido. Las exigencias de la sociedad, por épocas vienen de diferentes formas: tener un cuerpo que canónicamente se considera bello (lo cual es diferente en cada época), tener salud mental, salud física, ganar mucho dinero, tener buen balance de vida, familia, amistades y trabajo, llevar bullet journals perfectos, tener una casa minimalista e impecable, nunca enfermar y nunca envejecer. Las cuestiones congénitas como las neurodivergencias, la raza, el género son impedimentos sociales absurdos que sigo sin comprender. Debo de admitir que son más las ocasiones en lo que anhelo lo que la sociedad me dicta que las veces en las que me torno disidente. Tampoco mentiré que llevar la contra me es fácil, ya que siempre fue amante de las normas y el orden… hasta que me di cuenta que no hay congruencia total en los sistemas, así como me partió existencialmente reconocer que mis padres también tienen errores.

Uno de mis primeros recuerdos, a los tres años, era ese sueño en donde se me culpaba de todo lo malo que pudiese pasar, o todo lo que sucedió. Recuerdo que me encontraba acostada en el piso, sobre una cobija, y entre la realidad y el sueño, despertando, aún seguía entresoñando esa voz maliciosa que me juzgaba. Aunque abstracto, era aterrador. Lamentablemente, si se me despierta abruptamente, sigo viendo el sueño y la realidad mezclada, y es bastante aterrador pensar que mi visión de la realidad se viera afectada por ello…  hasta que pasa y vuelvo a la normalidad. En mi cumpleaños número diez, me encontraba bañándome y me sentí mal de no haber hecho nada de mi vida pese haber ya vivido una década. La autoexigencia empezaba a ser abrumadora, y ese monstruo iría creciendo con los años. Romper en llanto por equivocarse en algo, olvidar una tarea, o sacar notas abajo de 9. La ansiedad fue esa sombra que empezó pequeña y que terminó teniéndome postrada en cama en algunas ocasiones en las que creía si salía de casa moriría, o si me equivocaba no merecía vivir. Viví así muchos años, hasta que la terapia y el medicamento me estabilizaron. La ansiedad ha aminorado, y ahora veo los libros que me exigen leerles un tanto olvidados, siento esa exigencia de ser increíblemente culto, poderlo todo. Si bien esa necedad fue algo que me permitió hacer una carrera en traducción, los extremos tienden ser dañinos. Pensar que las crisis de ansiedad fueron resultado colateral de prepararme para no vivir en esa realidad que me es lejana, que es la precariedad laboral.

Con todo ello me quedo pensando ¿vale la pena vivir bajo estas exigencias? porque ahora que lo veo, la libertad absoluta tiene un costo tan alto que a veces considero inalcanzable por el privilegio que pocos tienen como por la responsabilidad que conlleva por lo tanto, tal vez sea idílico.

Por Arantxa De Haro

Escritor amateur, multidisciplinario por pasatiempo, aficionado a los idiomas

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