
Piensa, cualquier dictator súbito, en su extrema ingenuidad, que el gusto es una joya que se adquiere , se pule y se perfecciona. ¿Quién más podría pensarlo si no es alguien cuyo más alto anhelo es el de dictar?
El gusto, se dice en acaloradas discusiones, es algo que se posee en grado bueno bueno o malo. ¡Qué mal gusto el de estos pinches nacos! vocifera el autonombrado rector de la estética universal. ¡Qué buengusto el mío, que no permite notas simples, trazos indecisos o palabreos vacuos.
Y entre otros triunfos, este campeón del buengusto, este héroe de la técnica, tiene el descaro de afirmar que aquello que no conoce es porque está hundido en el mar de la porquería sólo por el nombre o la facha.
Peor resulta, si en su magnánima consideración, le ha dedicado algunas horas; los adjetivos descalificativos abundarán como si en cada uno de ellos, el dictador súbito, encontrara un escalón más en el encumbramiento de su particular buengustosidad.
Y reza así sobre aquello que sencillamente le caga: “es pobre, es pretencioso, es simple, es tedioso, es pálido, es estruendoso, es repetitivo, es falto de sustancia, es impropio de este buengusto que yo y sólo yo puedo tener por encima de todo lo que me rodea.”
Penosa exhibición de ese dictadorzuelo que a muchos nos brota a la menor provocación; confundimos aquello que nos deleita, sin alambicadas fórmulas estéticas, con el pontificado universal del llamado buengusto.
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