
¿Qué hacer con los creadores que, en cualquier ámbito de la cultura, destacan no únicamente por su remarcable aportación sino además, y especialmente, por su infamia, perversidad, machismo, violencia, o abuso?
Anécdotas, lo sabemos, hay muchas, y la lista de personajes que gaslightearon, golpearon, violaron o asesinaron es encabronadamente robusta y en repetidas ocasiones toca con individuos que nuestro ignorante afecto ha encumbrado e incluso defendido de la cancelación.
Acción, ésta última que padecen con especial dolor en las rodillas y en su gastritis nuestros boomers queridos.
Pero la cancelación no es un despropósito per se, es un acontecimiento que nos permite revisar en su dimensión más amplia a los creadores para entenderlos sin terminar en el consabido maniqueísmo porrista. Así es que venimos a enterarnos que esas plumas, pinceles o cinceles no están más allá de la corriente multidimensionalidad moral en la que nosotros también vivimos.
Si la historia y el periodismo escarban un poco serán capaces de encontrar, en todos nuestros paladines de la cultura, algún inconveniente que nos erice los pelos o nos revuelva el estómago y, la intención, que quede claro, es poner de relieve la diferencia moral porque quizá, sólo a través de esa conciencia, seamos capaces de transformar la creación contemporánea, sus acciones y sus motivaciones.
¿Qué hacer con los autores perversos? Entenderlos a ellos, no justificarlos o glorificarlos, y abrir el camino hacia nuestra propia diferencia.
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