
(Contiuación)
…
–Mati, mi amor, ¿cuántas personas van en el auto de al lado? –Preguntó Santiago viendo el auto y haciendo un movimiento con la cabeza hacia el mismo. Matías volteó del lado contrario al que estaba Santiago, y luego regresó la mirada a él, para contestarle:
–Una persona nada más, el güey que va manejando. ¿Por qué?
–¿Qué les hizo? –Preguntó Santiago a la mujer sin dirigirle la mirada a su acompañante, le preguntó en viva voz a pesar de que sabía que no necesitaba hacerlo, con un pensamiento habría sido suficiente; todo esto entre los poderosos tamborazos de la música.
La mujer volteó hacia él y Santiago vio que tenía, en donde debería tener el ojo izquierdo, un enorme cuchillo de cocina clavado, la sangre salía a borbotones y dejaba a su paso el espeso líquido ahí embarrado, además de múltiples contusiones en la cabeza, pedazos de cabello arrancados y el cuello violentamente amoratado. Su gesto era de violencia, no tenía nada de miedo dibujado, sino una iracundia asesina hacia todo, incluida ella misma.
–Mira lo que este hijo de puta nos hizo… –repitió con el coraje que no la dejaba hablar normalmente, sino entre dientes, apretando cada una de las palabras, enfurecida hasta la locura por no poder haber evitado esto que le sucedió, con un tono gutural como si quisiera imitar el habla que tendrían las más abisales grietas del averno. Atrás había una niña de no más de cinco años con el gesto perdido, los ojos llorosos y con la misma violencia amoratada en su cuello que tenía algo salido hacia la derecha, un hueso seguramente, además de que la mandíbula la tenía dislocada, por lo que estaba salida hacia el frente, como si fuera su mandíbula inferior un balconcito, pero en la menor no lucía gracioso como lo sería con un can.
A Santiago se le puso la piel chinta.
–¿Dónde están?
–En la cajuela –contestó la mujer enfurecida y llorando del coraje.
Santiago frunció el ceño y arqueó los labios como lo haría el soldado a punto de salir corriendo en una lucha que bien podría costarle la vida, uno que estaría tratando de juntar todo el coraje y energía posible como si eso lo fuera a salvar de alguna forma de las balas o las flechas que los aires cortan con su silbido de muerte. Un fulgurante descontrol lo sacó de quicio y ahora sí temblaba, temblaba enfurecido.
–Santiago… ¡Santiago! –Llamó estérilmente Matías con su voz cantarina, bastante gruesa para ser verdad, totalmente contraria a su rostro de bebé grande.
Justo en ese momento salió del auto y no lo pensó, su razón estaba totalmente sumida en una cólera asesina que no lo dejaba pensar en nada más que una simple finalidad: hacerle daño al hijo de puta que iba al lado. Pasó por el frente del auto del conductor solitario justo cuando se puso el verde en el semáforo y este observó a Santiago sin comprender lo que hacía. Atrás del auto de Matías, una patrulla hizo sonar su sirena repetidamente para avisar que el verde ya estaba. Santiago sacó su destapador: hecho a mano, un fierro alargado de acero inoxidable torcido con las artes que sólo los herreros saben manejar a la perfección como lo hacía Hefesto para crear armas divinas. De un lado tenía un gancho aplanado que es el que usaba para abrir las cervezas, y del otro lado acababa en cuña, en un pico no afilado, pero sí suficientemente puntiagudo como para atravesar lo que fuera si la suficiente violencia se le aplicaba, y Santiago la aplicó a pesar de estar sumamente cansado. Rompió la ventana del conductor y lo tomó del cabello, lo azotó contra el volante y le arrancó un mechón de su asquerosa cabellera de asesino. La policía llegó para detenerlo y calmarlo al mismo tiempo que Matías bajaba del auto y una algarabía comenzaba: el conductor bajó del auto con un cuchillo ensangrentado en mano, pero estaba atontado, y esto le dio tiempo al otro agente policíaco de someterlo antes de que hiciera daño a alguien más.
–¡Revisen la cajuela! ¡La puta cajuela! –Gritaba Santiago en el suelo mientras lo trataban de esposar. Cuidaba de no dejar caer el mechón de cabello.
–¡Cállate, pendejo!
–¡Revisa la cajuela, pinche puerco! –Rugió Santiago con todas fuerzas que tenía, sintiendo cómo toda la sangre se le iba a la cabeza del coraje–, ¡revisa cajuela, puta madre!
–¡Hágalo, oficial, haga lo que dice! –Ayudaba Matías.
–¡No me van a dar órdenes ustedes dos, pendejos!
Llegaron otras dos patrullas en cuestión de minutos. Dejaron a Santiago sentado en una de ellas mientras Matías llamaba al padre Umberto, eso es lo que siempre debían hacer cuando algo sucediera, lo que fuera. Los policías abrieron la cajuela y, en efecto, vieron el cuerpo tanto de la mujer como de la niña en un charco de sangre. Santiago observó llegar el auto blanco de Umberto, su amigo de toda la vida, mayor que él por muchos años. Él llevaba su hábito blanco sacerdotal. Nunca parecía adelgazar, tenía la misma cara jovial de siempre, las arrugas se le desdibujaban más y más en el rostro como si rejuveneciera con el tiempo, su nariz era aguileña pero tenía un gesto muy amable. Eso fue lo primero que vio en él cuando todavía iba en secundaria, cuando lo conoció: amabilidad. El padre Umberto habló con los policías, ellos negaron con la cabeza, y luego el sacerdote hizo algunas llamadas por teléfono. Los policías fueron informados de algo a través de sus radios y un agente, uno de los que llegaron al final, que tenía facha de hombre de película gringa ochentera; fue hacia Santiago, abrió la puerta, lo ayudó a salir y le quitó las esposas.
–Nunca habría imaginado que fueras tan joven.
Santiago pasó sus manos sobre sus muñecas pues habían apretado mucho las esposas y le había llegado a doler.
–¿Me conoces?
–He escuchado un poco de ti, no pensé que fuera cierto, pero –dijo volteando al auto del criminal que ya era rodeado por forenses vestidos de blanco tomando fotos y marcando un perímetro–… pero es convincente.
–Y no has visto nada… Gracias –dijo Santiago para ir directo al auto de Matías y sentarse en el lugar del copiloto. Un extraño agotamiento lo aletargó y lo hizo sentir un sueño muy, muy pesado. El hombre, el padre Umberto, llegó al lugar del copiloto y tocó la ventana con sus nudillos. En seguida, Santiago bajó la ventana para poder escucharlo.
–Padre… –dijo Matías con un gesto amable de cabeza.
–Buenas tardes, noches ya, Matías… Santiago, mi muchacho, ¿qué pasó? Sabes que estos actos con la ley no los podemos librar muy fácilmente. Debemos mantenernos escondidos, y estos actos de –dijo viendo la escena policíaca–… de héroe desconocido nos afectan a todos, muchacho.
–Yo no soy un héroe, Umberto, y lo sabes bien.
–Hijo… –le dijo poniéndole la mano en el hombro–, sé que te he puesto un camino muy difícil, este caso en particular, pero recuerda…
–Ya sé, ya sé, Umberto: Dios da sus peores batallas a sus mejores guerreros –dijo Santiago con gesto cansino. Puso su mano suavemente sobre la de Umberto, lo volteo a ver hacia arriba, como siempre lo ha hecho, como observaría un joven a su ídolo, así siempre había visto Santiago a Umberto: con un gran cariño, una gran estima, un amor de hermanos–… no te preocupes, estoy seguro de que ya he encontrado mi manera.
Umberto le sonrió amablemente, gustoso, como lo haría el abuelo con el nieto que le hace un dibujo, o como lo haría el profesor cuando su alumno más necio ha logrado superarse a pesar de las dificultades.
–Me alegra mucho eso, muchacho. Te veré pronto. Los veré pronto a los dos. Matías, cuídame mucho a mi muchacho. Santi, cuídame mucho a Matías.
Ambos afirmaron con la cabeza, agradecidos por alguna razón. Cualquier palabra dirigida por Umberto era una bendición, fuera cual fuera esta.
Esto se acaba hoy, pensó Santiago mientras Matías manejaba a la casa del joven Roberto.
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