La primera vez que se dio cuenta de su habilidad, fue en secundaria. No hubiera imaginado que eso cambiaría su vida de esa forma, tan radicalmente. Nadie sabe a dónde lo llevará un talento, pero esto había sobrepasado todo de forma irrevocable y, sobre todo, en tan poco tiempo. En cuestión de días pasó de ser un desconocido, un niño cualquiera, a un objetivo de medios de comunicación, luego una burla, y, finalmente, a ser un protegido de un personaje muy peculiar de la iglesia.

Santiago nació con un defecto congénito: una de sus orejas, la derecha, quedó incompleta, se desarrolló medianamente al interior, pero por fuera luce más como una bola de masa o plastilina que un niño maleducado y travieso hubiera tirado por ahí. Tiene el lóbulo, pero lo demás es puro cartílago inexistente. Se llegó a preguntar si perforándose con un alfiler podría llegar a escuchar algo, pero se le dijo que no lograría escuchar como tal, solamente el treinta por ciento del total. La otra oreja era completamente normal.

¿Quién diría que lo que podría escuchar por ese oído incompleto sería algo más que la gente normal no podría?

Había sido toda la vida una lucha constante con su madre especialmente, pues ella siempre se sintió culpable de que su hijo de en medio hubiera nacido así, a pesar de que estuvo totalmente fuera de su poder y porque, como madre, nunca había faltado a sus citas con el doctor, su alimentación fue sana, no tenía vicios al estar embarazada. Si todo lo hizo bien, ¿cómo pudo haber sido que su hijo naciera así, que Dios lo castigara de esa forma? Y de paso a ella misma, que la castigara a ella también. Sin embargo, ella se mortificaba por algo que no tenía gran influencia en su hijo porque muy pronto él se dio cuenta que su vida era más que normal. Pensaba Santiago, al menos desde que comenzó a tener uso de razón y su propio criterio sobre las cosas, que si hubiera nacido entero y luego hubiera perdido la oreja, tal vez sí habría más problema porque sabría de la falta. También reflexionó que si le faltara un brazo o una pierna, el hecho de ver que todos sí la tenían, sería entonces ahí sí un problema: siempre estaría comparando lo que los demás tenían que él no. Pero la realidad era totalmente diferente: solamente al verse al espejo podía darse cuenta de su defecto, y eso si le prestaba atención. Lo que le molestaba del espejo nunca fue su oreja, sino él mismo. Nunca estuvo a gusto con su persona. En realidad, él vivía ajeno al problema, incluso cuando la gente lo veía y llegaban a comentarle ¿Qué te pasó en la oreja? Nunca lo sintió como problema porque no lo veía. A su mirar, por no poder ver su defecto físicamente ni poderse comparar continuamente, su vida era tan normal con la única costumbre de tener que voltear la cabeza para escuchar mejor a quien le hablara, en caso de que así fuera necesario. Le daba igual en ese sentido.

Comenzó cuando le compraron su primer mp3, un reproductor de USB al que no le cabían más de 150 canciones, aunque en ese tiempo no tenía un gran repertorio como luego sería. El reproductor llevaba incluida una entrada de audífonos para poder escuchar su música de forma aleatoria. Para él, en ese momento era lo máximo, porque conocería por primera vez la posibilidad de perderse entre sus canciones e ignorar el mundo al su alrededor. La única oreja con la que podía escuchar era la izquierda, sólo usaba un audífono, así que tenía el doble de lo que en realidad necesitaba. No era tan malo tener una sola oreja, pensaba él, porque en la noche al estar los terribles mosquitos zumbando justamente en ese momento en que caía en sueño profundo, porque esos desgraciados insectos parecen tener una habilidad para zumbar oídos justo cuando vamos a dormir bien; él solamente se volteaba sobre su oreja izquierda y no había más molestia independientemente de los piquetes con los que amanecía al día siguiente. Cuando se puso el audífono por primera vez, y cuando su género de música favorito, el metal, llenó cada centímetro cúbico de su cerebro de la misma forma que la neblina llenaría los caminos para dejarlos intransitables, de la misma forma que el agua se adapta a la forma del recipiente en el que está; así el sintió que la música, a pesar de ser ruidosa, lejos de ensombrecerlo o ponerlo violento, aletargó su cerebro y tuvo una sensación de bienestar y placer.

Se acostó sobre su cama ese día y cerró los ojos, no recuerda si sonriendo, pero sí con un gesto apacible y descansado. Su cama se transformó en una nube y los tamborazos y guitarras distorsionadas le hicieron darse cuenta de que nada podría interrumpir su velada de regocijo y autocomplacencia. Vería que podría satisfacerse sin tener que tocarse sexualmente todo el tiempo.

Así, pues, se dejó llevar por la marea…

Llegó como un hilo, un hilo delgado de seda casi invisible al ojo humano, imperceptible por su delgadez, pero eso no significa que por no ser fácilmente visto, sea inexistente. Lo que no se ve, puede ser más real que lo que uno puede palpar. Algo había ahí a pesar de su fugacidad, de ser efímero. Parecía no estar, pero sí estaba, lo podía escuchar: escuchaba un llanto. El sonido era tan tenue que dudó mucho si de verdad lo estaba escuchando, trató de ignorarlo y prestar atención a su música, pero le resultó imposible a pesar de ser casi inexistente ese otro sonido. Curioso, le pareció, que a pesar de que el metal era estruendoso, algo prácticamente inexistente llamó casi totalmente su atención. Pensó que era un sonido de fondo de la misma música, pensó que era otra casa… pero no, alguien lloraba casi al lado de su oreja, como si le susurraran el llanto.

Abrió los ojos y volteó a todos lados de su habitación, aún acostado. Se había ido a encerrar porque su familia estaba viendo una película, y él desde tiempos de niñez había preferido estar solo, tanto en la escuela como en la casa, aunque no se debe tomar esta timidez o introspección como odio al mundo, eso sería caer en un muy grave error. Le gustaba leer, escuchar su música, un género que nadie en su familia disfrutaba, escribir sin que lo molestaran. El llanto era femenino y no provenía de su habitación a pesar de que parecía un susurro en su oreja incompleta. Se quitó el audífono para escuchar más claramente, pues eso haríamos todos en su situación: si la oreja buena es con la que puede escuchar bien, quitar el distractor podría ayudarlo a ubicar mejor de dónde venía aquello raro…

Y nada. Silencio. Podía escuchar, como bloqueado, el ruido de la película familiar, pero no había llanto. Nada. No le dio importancia, porque incluso pudo haber sido su imaginación, como esa vez que hacía calor y sudaba y sintió una gota de líquido recorrer su frente, pero al limpiarse, no había nada: fue su imaginación. Así esta vez. Había sido una cosa meramente intrascendente y la dejó por las buenas.

Regresó la música a su oído, su cerebro se aceleró junto con su ritmo cardíaco al poder de la guitarra, la voz, el estruendo, el bajo; porque el bajo es importantísimo, es como la refrigeración de la cerveza: si no está fría, no sabe bien. Aunque de esto se daría cuenta hasta la preparatoria. El hilo regresó, ese apenas audible sonido de la voz, una voz cansada, harta y, encima de todo lo demás, aterrada, enojada. No podría soportarlo mucho más. Una mujer, era una mujer. Entonces logró entender algo en su llanto:

–Ayúdame, por favor.

Eso decía, estaba totalmente seguro el ese entonces joven Santiago. Era una voz tan ligera, un sonido tan débil que no lo creía cierto todavía, no lo creía real porque no era posible que escuchara eso solamente escuchando su música. Era el metal en su oído bueno lo que llenaba su cerebro, pero la voz llegaba a interrumpir de forma casi elegante, respetuosa, sabiendo que él no estaba acostumbrado a ese trato con los demás, pero al mismo tiempo no sabiendo con quién más recurrir. Se quitó el audífono de nuevo… Silencio. Frunció el ceño, no entendía, le era confuso y, en realidad, imposible. No entendía qué pasaba. Regresó la música a su oído bueno y las baterías, las guitarras, los poderosos bajos, las voces guturales entrenadas con años y años de práctica.

Cuando regresó.

Decía, eso decía, pero era tan ligera, el sonido era tan débil que no lo creía cierto, no lo creía real, no podía creerlo porque no lo escuchaba en sí. Era la música en su oído bueno lo que llenaba su cerebro y no la otra voz que no sabía de dónde venía. Se quitó de nuevo el audífono… Silencio. No entendía cómo era que el llanto, la delgada voz, no estaba. Regresó la música a su oído y de nuevo, las baterías, las guitarras eléctricas distorsionadas, los bajos poderosos y las voces desgarradoras guturales comenzaron a invadirlo con placer.

–Ayúdame, por favor.

Abrió los ojos y se dio cuenta que no se podía mover, aunque tampoco podría asegurar si no quería o de verdad no podía. Podía ver su habitación, en su mayoría, con la vista periférica: su habitación era rectangular, pequeña, con la cama en el muro contrario a donde estaba la puerta, a sus pies podía ver uno de sus muebles donde varios tiliches tenía, como perfumes, juguetes, películas y videojuegos; a su derecha propia, no la del mueble, estaba su escritorio lleno de papeles que no usaba pero tampoco tiraba, su bocina, su computadora y libros; al lado de la puerta, en el extremo derecho de su habitación, su librero lleno de libros y adornado con unas plantas en miniatura y juguetes, al lado de este otro librero más grande con lo mismo en su contenido. Al lado del mueble que tenía a sus pies, así acostado, viendo hacia abajo, había una ventana que Matías aprovechaba para meterse a escondidas. Siempre lo hacía: se fijaba cuando Santiago estuviera leyendo o escribiendo y como sabía perfectamente que al tener un libro o al hacer uno, se perdía totalmente; él entraba y lo asustaba haciéndole cosquillas si estaba escribiendo, y si estaba sobre la cama, lo abrazaba y se quedaba ahí, encima de él. Sin imaginárselo él, ya tenía encima a su amigo. Santiago, obviamente, fingía que no le gustaba que hiciera eso, pero le encantaba en realidad porque Matías era de una ternura incomparable, y ese contacto amistoso siempre le hacía sentir el corazón cálido a Santiago, solitario de nacimiento. Pero esta vez no era el rostro angelical de Matías lo que ahí había: borrosa por la cortina blanca semitransparente que ahí cubría, había una sombra. Se estremeció y quiso gritar, pero ni siquiera podía jalar suficiente aire para hacerlo, solamente era una respiración entrecortada, breve, muy agitada. Proyectábase ahí una silueta femenina, una mujer vestida como cualquier otra mujer lo haría, solamente ahí, viendo hacia el interior, aunque también podría estar de espaldas, no había suficiente nitidez para ver si lo veía a él o no; pero su mente, la de Santiago, le hacía pensar que sí lo veía a él. Sentía un pánico indescriptible que no podía sosegar. Entonces ella habló entre su música, porque el metal continuaba:

–Ayúdame, por favor. Mañana a las 3 de la tarde, ve a la habitación principal, yo te abriré la puerta. Saca lo que hay entre la cama y la base. Yo te abriré la puerta. Hazlo, por favor. Hazlo.

Ella, luego, se dirigió a la casa de al lado, caminó a la izquierda de Santiago.

Cerró los ojos y jaló todo el aire que pudo como si hubiera aguantado la respiración, como si hubiera estado en realidad bajo el agua sin poder respirar. Se podía mover ya: al ver la ventana no había nada, sólo el exterior. Mejor se regresó con sus papás, pero no podría olvidar lo que le dijo su visitante, sabía perfectamente lo que ella le dijo a pesar de haberlo hecho muy, muy bajo, muy tenuemente. Esa misma tarde, el vecino de al lado recibió una visita: fueron a dejarle a su cuidado una chica como de la edad de Santi, una niña sombría y oscura, vestida totalmente de negro a pesar del calor de la ciudad. Se notaba a leguas que ella era como él, pero al extremo, en torno a su introversión. Se enteraría él por qué en muy poco tiempo. El señor de al lado siempre recibía familiares, pero vivía solo. Ella era un familiar más, solamente eso.

Pidió con todo ahínco que su madre pusiera una cortina más oscura, no le dijo por qué, solamente se lo pidió con tanto ahínco que su padre dijo ¡Ay, ya, ponle sus chingaderas!, y ella así lo hizo. No entendía, y Santiago en realidad no explicó por qué él tampoco sabía cómo decirlo, cómo hacerles entender su miedo. Pensó por momentos que eso lo ayudaría a dormir, que eso le permitiría alcanzar una buena noche de descanso, pero las formas de lo no visible para los ojos trabajan de formas diferentes…

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